jueves, 23 de diciembre de 2010

Un destello familiar

Caminaba por la calle, hablando por el móvil, cuando de repente me adelantaron dos mujeres que paseaban a una perra con una correa.

La perra, una especie de pastor alemán de color pardo, pasó junto a mí. En ese momento pisé, levanté el pie y algo se movió debajo de mi bota. La perra giró levemente la cabeza para fijarse en lo que había ahí –un cartón de color que parecía una seta aplastada– y luego siguió su camino sin detenerse ni mirar hacia atrás.

Solo en ese gesto de mirar y desechar noté una cercanía con esa perra que me hizo sonreír, como si me hubiera mostrado sin querer lo que explican las enseñanzas –en este caso, la clara comprensión en acción, como un fogonazo que se va tan rápido como viene. Limpio. Sin residuos. Abierto a lo siguiente que provoque su reacción.

Para mí es indudable que en nuestras ciudades, y a pesar de las locuras de sus amos, estos animales aportan con su conducta el ejemplo más cercano al Dharma en acción.

Algunos conocidos míos se sorprenden o incluso se molestan conmigo cuando insisto, a veces con ánimo de sacarlos de su complacencia aunque sea escandalizando, en que son seres superiores.

Aquí, en la jungla de asfalto, son maestros involuntarios del Dharma. Y sin decir una sola palabra de más.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Un refugio para Aire

Esta semana he recuperado algo que no sentía desde niño. Ha sido algo mágico, como recibir una visita de un amigo querido de la infancia cuya pista había perdido hace tiempo y comprobar que nuestra sintonía sigue intacta, como si no hubiese pasado el tiempo. Shanjiàn me ha sugerido que lo escriba en el blog y aquí está.

La “chispa” que lo provocó fue la caseta que construimos para Aire en la terraza que da al castell de Marmellar. Shanjiàn y yo habíamos hecho una especie de iglú para ella con bovedillas prefabricadas de hormigón: buena protección contra el viento y, con suerte, también contra la lluvia, pero casi nula contra el frío, que ahora ya empieza a notarse, sobre todo por la noche.

Sin deliberación por mi parte, el caso es que desde hace semanas me había estado rondando la cabeza la idea de acondicionar esta caseta para el invierno. Finalmente el viernes pasado, tras llevar a Shanjiàn y Sellva a Vilafranca, pasé por la ferretería y compré los materiales (planchas de poliespán aislante, tachas para sujetarlas a la pared, espuma fijadora y mortero) y el sábado me puse manos a la obra.

Como es habitual, una chapuza que parecía cuestión de un rato se acabó convirtiendo en un trabajo de varias horas, repartidas entre varios días; hoy le he dado la que creo que es la última capa de mortero. Pero no había disfrutado tanto en muchísimo tiempo, así que doy el esfuerzo por bien empleado incluso si Aire se niega a entrar nunca más en su nuevo búnker o si por cualquier otro motivo no llega a tener el uso que quise darle –y confieso que en algún momento incluso me puse en la piel de Milarepa, obligado por su maestro Marpa a erigir y derribar una y otra vez la misma estupa como antídoto frustrante para machacar su fuerte identidad. Por suerte, eso no ha ocurrido en mi caso (o al menos aún no); pero, pase lo que pase de ahora en adelante, puedo decir que la tarea ha sido su propia recompensa.

Mirando hacia atrás, me pregunto qué fue lo que suscitó ese sentimiento. Creo que había parte de exploración creativa, parte de afrontar y superar los pequeños problemas que se iban presentando en el proyecto, y parte de estar haciendo algo para otros y no para mí. En ese sentido, Aire en realidad no es sólo una pinscher alemana; es todos los perros y todos los seres vivos.

Se me ocurre ahora que la mejor descripción de la experiencia es que era de una gratuidad total –un individuo vestido estrafalariamente, ensimismado e integrado en su tarea en la terraza de una masía perdida en el monte en medio de ninguna parte, absolutamente feliz con esa aparente nimiedad y ajeno a todo lo demás mientras el mundo seguía dando vueltas al ritmo de su propia locura. Absurdo, sí, puede ser… pero también insuperable a su manera.

Creo que no me he sentido así desde que era un crío… Me recuerda a mis primeros paseos en bici, cuando sentía una libertad total y sólo deseaba que la tarde no acabara nunca para poder seguir montando y montando con mis amigos… sin rumbo ni propósito, sólo por el puro placer de montar… Ah, ¡qué hermosa era la vida entonces!… Ahora veo cuánto me he alejado de ella sin darme cuenta… De niño, sin ser nadie ni poseer nada, era el rey del mundo… hasta que lo cambié por un sucio plato de lentejas y me convertí en “alguien”, como esperaban de mí familia y sociedad.

Quién sabe si al reformar esta caseta como refugio para Aire no he encontrado de paso y sin ni siquiera sospecharlo una vía para reconectar con mi propia naturaleza y ponerla al abrigo de las inclemencias de las identidades, donde la he tenido malviviendo todos estos años; ésa es desde luego mi esperanza. Sería además una hermosa confirmación de que, como dijo Buda, “todo lo que les hacemos a los demás nos lo hacemos a nosotros mismos”.



martes, 7 de diciembre de 2010

La hermandad del molusco

La velada pianística de hace una semana sigue dándome material para reflexionar. Hoy acabo de recordar algo que me chocó entonces y que había olvidado.

Este mediodía, mientras llevaba una carretilla llena de arena al templo Chan, donde Shanjiàn y yo estamos levantando unos pilares para apoyar las vigas que han de reforzar el techo, pasé por delante de donde está enterrada Mamba. Es un pedazo de tierra entre rosales, que hemos cubierto con piedras grandes para que ningún animal escarbe ahí. Alguien, no sé quién, ha colocado sobre las piedras unas conchas marinas. Podrían parecer incongruentes en ese entorno, pero para mí funcionan porque suponen un homenaje silencioso a la fuerza de la vida, cuya inteligencia es evidente en sus formas orgánicas, algo irregulares pero siempre armoniosas.

También en la velada del otro día me fijé en una colección de conchas marinas que la anfitriona tenía desplegadas en la parte inferior de una doble mesa de cristal. Entonces, mientras escuchaba la música que hacían por turnos mis colegas pianistas, me recordaron la forma de la oreja humana, que también es curva y con volutas, como una caracola. “Gracias a esas formas oímos mejor los sonidos y los silencios del mundo”, pensé; “en cambio, estas caracolas ya no sienten la música ni el mar, porque no son más que los restos huecos de vidas pasadas”.

Sin embargo, a pesar de la inmensa distancia entre nuestras vidas aparentes –unas, transcurridas hace quién sabe cuánto tiempo en el fondo del mar; la mía, aquí y ahora en la superficie de la tierra– era evidente que ambas están conectadas por una misma fuerza, que crea, experimenta y emplea sus hallazgos en las combinaciones más gloriosamente inverosímiles, sin encomendarse a dios ni al diablo. Gracias a que la fuerza de la vida había generado esas formas hace millones de años, nosotros, hijos de la misma fuerza, podíamos llenarnos los oídos ahora con una música que, en el fondo, no habla de otra cosa más que de la asombrosa unidad de toda la vida en este planeta.

Por momentos me sentí transportado a lomos de una fuerza impresionante, primaria y arcaica pero en último término benevolente.

¿Cómo podría ser vivir a cada instante con esa fuerza creativa que generó las formas geométricas de los moluscos, que inspiró la música que tocamos y que es capaz de darse cuenta de la unidad de toda la vida?

¿Puede haber algo más grande en este gran teatro del mundo?






Una visita inesperada

El otro día recibí una visita inesperada en mi habitación de Can Catarí. Sentado al ordenador, de repente un movimiento en la ventana de la puerta que da a la terraza captó mi atención.

Un pájaro, quizá fuese un petirrojo, se había asomado a la puerta, que está algo retranqueada respecto de la pared exterior, y ahora me miraba directamente a través del cristal.

Lo extraordinario fue que durante unos instantes el pájaro se mantuvo absolutamente quieto, suspendido en el aire mientras batía las alas a gran velocidad, como si fuese un colibrí o una libélula.

Sólo después se me ocurrió la idea de que estaba evaluando el hueco de la puerta por si pudiera ser un buen sitio para construir su nido. En ese momento –que duró poco, aunque mientras duró parecía que el tiempo se detenía, y mi respiración con él, suspendidos ambos igual que nuestro visitante– sólo había un prodigio aleteando que miraba hacia dentro, una clara comprensión sin “yo” que miraba entre atónita y maravillada hacia fuera y una sorpresa compartida por ave y humano ante la cercanía momentánea de dos mundos habitualmente separados.

Luego el petirrojo se marchó tan rápido como había venido y yo me quedé otra vez sumido en el océano de los pensamientos y las palabras… pero con el aroma de algo más libre que no necesita de herramientas tan torpes para levantar el vuelo.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Reflexiones otoñales

Hace un rato he mirado por la ventana justo cuando una ráfaga de viento acababa de arrancar un montón de hojas amarillas de las ramas los olmos. A la luz de la mañana, parecían una lluvia de oro que caía lentamente sobre el asfalto, girando sobre sí mismas.

A veces, como ahora, me vienen a la mente esos relatos de personas que han estado en trance de morir y han sobrevivido. Muchos de ellos cuentan que en fracciones de segundo vieron pasar toda su vida por delante de sus ojos, como si fuese una película que revisaba sus momentos más importantes. Y lo que encuentro tan sugerente es que la mente consciente no es a todas luces quien decide cuáles eran esos momentos –se diría que es otra fuente, desconocida y no personal, la que genera la experiencia y determina qué entra y qué se queda fuera de su “repetición de las jugadas más interesantes”.

Qué paradoja: nos creemos autores y protagonistas de nuestra vida, solo para descubrir al final que es una película con guión y dirección ajenas a nuestra conciencia y control y con un “sentido”, por llamarlo de alguna manera, que se nos había escapado.

¿Es posible entonces que esté viviendo la vida equivocadamente, dándole valor a lo que no lo tiene y descuidando lo que realmente importa? A la luz de estas experiencias, parece claro que no sólo es posible sino probable –a menos que tome cartas en el asunto.

De hecho, cuando las hojas salieron volando por los aires estaba rememorando un episodio reciente en el que no mantuve el “flotador” de las cinco conciencias y me dejé arrastrar por la corriente hasta acabar en un lugar (mental) que tampoco es que fuera horrible, sino simplemente nada interesante: ya lo conozco hace tiempo y no alimenta a la fuerza de la vida. Es estéril a efectos del Dharma natural.

Y ahora me pregunto si esas hojas que ahora se desprenden no son como mis ideas y mis palabras de ayer, y como todo lo que antes consideraba tan mío, tan “yo”: evidentes, inmediatas, aparentemente firmes y fiables, y hoy… yertas y arrastradas por el viento, mientras la vida del árbol, lo que de verdad importa, se mantiene retirada en ramas y tronco, pero sobre todo en las raíces, ocultas en la oscuridad de la madre tierra y ajenas a todo ese ruido.

Sin querer, de mi memoria surgieron dos pasajes de los Evangelios cristianos para aportar una conclusión a mis reflexiones:

Ningún árbol bueno da fruto malo; tampoco da buen fruto el árbol malo. A cada árbol se le reconoce por su propio fruto. No se recogen higos de los espinos ni se cosechan uvas de las zarzas. El que es bueno, de la bondad que atesora en el corazón produce el bien; pero el que es malo, de su maldad produce el mal, porque de lo que abunda en el corazón habla la boca (Lucas 6:43-45).

Y también:

No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompe, y donde ladrones minan y hurtan; mas haceos tesoros en el cielo, donde ni polilla ni orín corrompe, y donde ladrones no minan ni hurtan: porque donde estuviere vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón (Mateo 6:21).

Ahí es donde voy a poner mi tesoro, en las raíces desconocidas de la fuerza de la vida. Lo demás son hojas muertas que barre el viento.

martes, 23 de noviembre de 2010

El albatros

Suelen, por divertirse, los mozos marineros
cazar albatros, grandes pájaros de los mares
que siguen lentamente, indolentes viajeros,
el barco, que navega sobre abismos y azares.

 Apenas los arrojan allí sobre cubierta,
príncipes del azul, torpes y avergonzados, 
el ala grande y blanca aflojan como muerta
y la dejan, cual remos, caer a sus costados.

¡Qué débil y qué inútil ahora el viajero alado!
Él, antes tan hermoso, ¡qué grotesco en el suelo!
Con su pipa uno de ellos el pico le ha quemado,
otro imita, renqueando, del inválido el vuelo.

El poeta es igual... Allá arriba, en la altura,
¡qué importan flechas, rayos, tempestad desatada!
Desterrado en el mundo, concluyó la aventura:
¡sus alas de gigante no le sirven de nada!
Parece una fábula sobre la propia naturaleza, sometida y en manos de las identidades en el samsara... pero es un poema de Baudelaire... ¿o era al revés?

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Asombro mutante

El otro día tuve por casualidad un atisbo del “armónico”, por llamarlo de alguna manera, que hay en la experiencia de alegría y asombro ante la naturaleza.

En busca de unos trozos de viga entro en el patio interior que hay en Can Catarí Vell, entre la casa y el corral de los perros –una zona que hacía tiempo que no pisaba. Y ahí, de sopetón, me encuentro de frente con una planta enorme, que había crecido desproporcionadamente en relación con las demás plantas que pueblan ese espacio recogido y casi sin sol.

Al acercarme más para admirar ese pequeño gran prodigio, veo que de sus ramas cuelgan unas vainas largas y estrechas, casi como un cruce entre pimiento verde y puro habano. Así que me acerco más y las inspecciono de cerca –y son alucinantes: están abiertas por su extremo inferior, y por esa abertura se ve el diseño geométrico que forman los pliegues internos de la vaina, mientras que el borde externo de esa “boca” va adornado por varios zarcillos. En mi ignorancia, todo ello toma un aspecto fantástico, casi de ciencia ficción. Es como si estuviera examinando vida extraterrestre.

La absoluta novedad de lo que estaba viendo me tenía sorprendido, la evidente lozanía de la planta me alegraba, pero ahí noté además ese otro elemento… una especie de aprensión, como si no estuviera seguro de que en el fondo esa planta no fuese un engendro mutante y carnívoro que en cualquier instante pudiese abrir unas fauces enormes y devorarme.

Ahí estaban, donde menos me lo esperaba, la alegría, el asombro y… la aprensión. ¡Qué extraña compañía! Pero ahora sé que viajan juntos los tres, cogiditos de la mano.


PD: No tengo fotos de la planta en cuestión, así que incluyo otras para dar una impresión aproximada de la extrañeza que me provocó.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Esplendor en el declive

Es una condición peculiar la nuestra de humanos sufridores… y pocas cosas la ponen tan de manifiesto como estar en la naturaleza.

Paseo y miro el grandioso almez que a veces empleo en mis contemplaciones. Algunas hojas, amarillas y exánimes, tiemblan aún en las ramas mientras que otras muchas ya se han desprendido para ir a caer al pie del mismo árbol que les prestó vida.

Si los vientos del otoño no las dispersan demasiado, esas hojas acabarán descomponiéndose ahí mismo, en forma de humus y de nutrientes minerales que luego se volverán a absorber por las raíces del mismo almez… para contribuir, entre otras cosas, a crear las hojas de la siguiente primavera.

Es un ciclo sencillo y perfecto. No hay sufrimiento en la caída de las hojas, igual que no hay felicidad cuando vuelven a brotar, porque se impone la evidente conexión de ambos fenómenos como curvas de un mismo círculo, repetido sin cesar más allá de los avatares de sus aparentes protagonistas individuales. Siento una gran alegría y asombro al pensar en ello.

Nosotros los humanos, en cambio, nos enfrascamos en los detalles personales. Nos creemos importantes y nos apegamos a algo que no es más que una ilusión, un espejismo de la mente. Estamos tan cautivados por nuestras propias peripecias que perdemos de vista la totalidad; de hecho, no nos damos cuenta de que la vida real se nos escapa mientras nos ocupamos y preocupamos con nuestras fantasmagorías privadas.

Que la vida humana es efímera es algo sabido desde la noche de los tiempos. Según Homero,

Cual la generación de las hojas, tal es también la de los hombres: las hojas, unas las echa el viento a tierra, mas otras hace renacer el bosque reverdeciente al llegar la estación de la primavera. Así la generación de los hombres, una nace, mas otra termina.

El almez y sus hojas están haciendo ahora lo que les toca, y de forma impecable. ¿Y nosotros?


viernes, 29 de octubre de 2010

Llueve sobre la ciudad

Hoy, después de semanas de tiempo seco y soleado, por fin llueve otra vez en Madrid.

Paseo por la calle y siento la lluvia como una bendición, como si el cielo, que retenía sus regalos, se reconciliara una vez más con la tierra.

Entonces me pregunto si esto no tendrá que ver también con la fuerza de la vida, con la evidencia de que tras mucho tiempo de sol que propicia la fotosíntesis ahora viene bien algo de agua para completar la alimentación de las plantas a través de sus raíces. ¿Vendrá sólo de ahí mi alegría?

Mentiría si dijera que sí… Hace unos días, cuando subí a las montañas, miré a la ciudad y la vi cubierta por una “boina” de contaminación de color pardo grisáceo: una auténtica marranada. Eso es lo que se respira en la gran ciudad.

La llegada de las lluvias y los vientos del otoño también me alegra porque ayudarán a dispersar esa nube ponzoñosa que colgaba sobre nuestras cabezas y nuestros pulmones… aunque no a eliminar el problema que supone toda esa contaminación que arrojamos a la atmósfera.

Y entonces pienso si no habrá gente que viva inconscientemente la llegada de las lluvias y los vientos como un cheque en blanco para seguir con el mismo estilo de vida consumista y contaminante que nos lleva a la destrucción. Eso es, después de todo, lo que hace la identidad: apropiarse de experiencias perfectamente válidas del sistema natural y tergiversarlas a favor de sus propios intereses.

Y entonces miro un poco más profundo y pienso, “Y yo mismo, cuando subí a las montañas y sentí esa revulsión, ¿en qué fui?”. Y la respuesta es: en coche.

Ay.

Qué enemigo más hábil y escurridizo es la identidad. Incluso bajo el sentimiento más noble en apariencia pueden esconderse sus tentáculos venenosos. Habrá que andarse con ojo. Con razón dijo el Buda:

Los inmaduros descuidan su vigilancia,
pero los sabios la guardan como su mayor tesoro.

domingo, 24 de octubre de 2010

Las tres Ces: Curiosidad, Creatividad y... mucho Curro

 Leo en prensa una entrevista con Konstantin Novoselov, reciente Premio Nobel de Física, y encuentro multitud de consideraciones que me valen igualmente para la práctica del Dharma con mente abierta y flexible. Realmente escribo esto para mí mismo, pues me llega en un momento muy oportuno; pero quizá otros también encuentren aquí un punto extra de motivación para perseverar en el camino.

Lo primero que me ha atraído es la normalidad del personaje y de su estilo de vida, alejado de la pompa y ceremonia del mundo académico, del “glamour” de los premios y de la atención aduladora de los medios de comunicación. Esperemos que la fama y celebridad que va a atraer este galardón-engorro sobre Novoselov no sean como el toque de Midas, que convierte todo en oro frío y estéril:

Ante la solemne ceremonia de entrega del galardón (el 10 de diciembre en Estocolmo), lo que más le incomoda es tener que ir de compras y hacerse con la indumentaria apropiada. “Espero que de esto se ocupe mi esposa, ir de compras es algo que odio”, dice Novoselov. “La verdad es que no tengo un traje...”, afirma, y apunta con extrañeza algunos comentarios que le han hecho sobre su aspecto desaliñado, con camiseta y vaqueros, en las fotos que dieron la vuelta al mundo al anunciarse el galardón. “Es que yo vengo a trabajar así”, dice. Y efectivamente hoy va con camiseta y vaqueros.

La normalidad para este físico de estado sólido es su despacho y las horas que pasa en su laboratorio, al otro lado del pasillo, donde hace seis años, haciendo experimentos con Geim, obtuvieron por primera vez el grafeno, material con unas propiedades fascinantes y unas aplicaciones potenciales tan atractivas (en pantallas táctiles o en paneles solares) que se ha convertido ya en el material de moda.

Es muy interesante la forma inesperada en la que surgió su hallazgo, aunque favorecido sin duda por una rutina sólidamente establecida y por un ambiente despreocupado y abierto a las sorpresas (es decir, también a los posibles errores), sin los frenos de las expectativas ni la ambición de conseguir un resultado específico:

El hallazgo surgió en lo que estos dos científicos rusos que trabajan en Reino Unido llaman los experimentos de los viernes, cuando, una vez que dejan atrás las actividades normales de la semana, se meten en el laboratorio a jugar con la ciencia, a ensayar ideas y ponerlas en práctica con sus propias manos y los medios que tienen a su alrededor, “para probar cosas locas y divertirnos un poco en el laboratorio antes de ir a tomar unas cervezas”, cuenta Novoselov.

Serio, seguramente tímido, concentrado en su trabajo, con determinación y seguridad en sí mismo, piensa unos instantes las respuestas, cortas y concisas. (...) “¿Es usted un genio?” La respuesta es inmediata: “No, en absoluto. La ciencia me divierte, eso es lo esencial”.

En esas condiciones, simplemente trastear con los materiales a mano dio origen al descubrimiento, aunque con el enorme beneficio del efecto multiplicador que aporta un colega y compañero de aventuras:

El método por el que obtuvieron el grafeno parecía casi una broma en el comunicado de la Fundación Nobel que describía el trabajo de Geim y Novoselov, si uno cree que la ciencia actual exige grandes y avanzadísimas instalaciones para lograr resultados que merezcan la pena. “La idea de intentar algo con el grafeno fue de André y la forma de lograrlo fue mía”, explica Novoselov.

Esa forma de lograrlo era tan simple como ir sacando láminas del grafito del que están hechas las minas de los lapiceros, mediante una cinta adhesiva corriente. Eso sí, jugó el factor suerte en esos experimentos de los viernes, cuando eligieron como soporte de la lámina bidimensional de carbono un trozo de silicio con el espesor de óxido que resultó ser apropiado. Ese material estaba por allí, pero no hubiera servido cualquier soporte. Eso sí, que nadie se engañe, en ciencia uno tiene que saber dónde está, saber lo que busca, entender lo que ha descubierto y, en resumen, como dice Novoselov, “trabajar mucho”. Aunque, añade, “es muy divertido”.

Parece claro que el espíritu de curiosidad, creatividad y juego (aparte de la suerte, que también cuenta) fue algo esencial para que saltara la chispa:

En los últimos años, Novoselov y Geim andan muy ocupados y los experimentos de los viernes han quedado un poco relegados; solo recientemente los han podido retomar con asiduidad. “Es el placer de experimentar en nuestro laboratorio. A lo largo de los años hemos hecho muchas cosas, unas funcionan y otras no”, dice. Tampoco rige para estos dos físicos la supuesta diferencia entre ciencia básica y aplicada. “No tiene mucho sentido, hacemos la investigación que nos parece estimulante y a veces son cosas muy prácticas, mientras que otras son de física básica”.

Naturalmente, no todo han sido éxitos, pero ahora parece como si incluso los resultados aparentemente más ridículos e inservibles se pudieran aceptar con espíritu deportivo y una sonrisa:

En uno de esos experimentos hecho con plena libertad y guiado por la inspiración y la curiosidad, Geim logró hacer levitar ranas en un campo electromagnético, mereciendo por ello el IgNobel, el premio Nobel alternativo y humorístico. Fue en los años noventa y Novoselov aún no trabajaba con él, pero afirma que no le importaría en absoluto, al contrario, recibir ese otro galardón.

Y tampoco es que su éxito fuese irrevocable desde el principio; al contrario, también tuvieron sus reveses y contrariedades:

Hace seis años, cuando estos dos rusos afincados en Reino Unido dieron con el grafeno, la idea de esa forma del carbono estaba en el ambiente científico y varios grupos en el mundo perseguían su obtención. El anuncio del éxito fue tan poco corriente como los dos descubridores. Geim y Novoselov escribieron un artículo científico, como hace cualquier investigador que descubre algo, y lo enviaron a una de las más prestigiosas revistas especializadas: Nature. Sin embargo, se lo rechazaron. “Pusieron pegas sobre unas medidas de los experimentos que en realidad todavía ahora no se han completado, pero lo cierto es que no lo aceptaron”, recuerda Novoselov. “Lo arreglamos un poco y lo enviamos a Science [la publicación competidora de Nature] y nos dijeron que sí... Con estas revistas siempre te puedes esperar cosas así”, dice.

Novoselov no pasa por alto en absoluto que la ciencia es un entorno muy competitivo. “La competencia es buena porque te ayuda y te orienta para hacer las cosas mejor y más rápido, lo que es estúpido es hacer tu trabajo para publicar los resultados y no por la ciencia en sí”.

Lo que más me resuena de las palabras de Novoselov es la impresión de que, aunque no les hubiesen dado el premio, él y su colega habrían seguido disfrutando con sus experimentos con independencia de los resultados y de la aclamación popular. En cuanto al ingrediente básico de su éxito, está bien claro: unas 12 horas de trabajo al día.

La jornada de Novoselov arranca muy temprano. “Despierto a las niñas, Sofia y Victoria, les doy el desayuno, las preparo y las llevo a la guardería; llego a la universidad sobre las 9.30 y salgo hacia las 9.30 de la noche. Es que si quieres lograr algo no basta con ser suficientemente inteligente, también tienes que trabajar mucho”.

Una última pregunta: ¿cómo explicaría el placer de investigar y descubrir a alguien no familiarizado con la ciencia? Lo piensa unos segundos y una leve sonrisa indica que ha dado con la respuesta satisfactoria: “Imagine que está recorriendo el Gran Cañón de Colorado o un sitio así de bonito en España, o en Canadá... El paisaje que se le va apareciendo ante los ojos es grandioso y uno sigue avanzando convencido de que un poco más allá habrá otro panorama más estupendo aún. Tienes que trabajar duro para avanzar, pero lo haces porque esperas encontrar algo magnífico, interesante. Esta es la mejor comparación con la investigación”.


Bien, tras leer esta entrevista creo que tengo la mirada más limpia para apreciar el paisaje que se va abriendo ante mí en este camino de Dao y Chan.

Y ahora, a currar. El laboratorio lo llevo en mi propia mente, donde paso más de doce horas al día, y el “colega” que me acompaña en la experimentación es el maestro. Está todo a mano.

Lo único que está por ver es lo de las cervezas… 

sábado, 23 de octubre de 2010

¿Qué estamos premiando?

Ayer se fallaron unos famosos premios de fotografía de la naturaleza y la ganadora fue esta foto de hormigas en Costa Rica.

La verdad es que la imagen es chocante y llamativa: el color verde al trasluz como fondo de un teatro de sombras chinescas, la variedad y el desorden de las hormigas, la coordinación evidente pero algo anárquica de sus esfuerzos, que sin embargo ya han conseguido horadar parte de la hoja y están cortando nuevos trozos… todo eso está ahí. Es una auténtica sinfonía de la vida, con una tribu trabajando por la supervivencia común, a costa de otras vidas, sí, pero sin identidad. Materia para meditar y llenarse de alegría y asombro.

Y, sin embargo, la página de los premios menciona orgullosamente su sustancial dotación y se limita a mencionar algunos detalles técnicos de la fotografía: dónde y a qué hora se tomó, qué cámara se utilizó, cómo era la iluminación, etc. Todo son detalles desde fuera. No hay ni rastro de comunión real con el sujeto retratado.

Es, en definitiva, un premio a la pericia del fotógrafo… Al parecer, la naturaleza sólo era una excusa.

(Claro. ¿En qué estaría yo pensando?).

Curiosamente, en el apartado de fotografía de denuncia, el ganador ha sido un catalán. Esta es su foto:


Un periódico local se ha hecho eco de la gran noticia. No sé por qué, pero tengo la impresión de que hay cierta actitud de “Hemos ganado” en la columna que lo da a conocer. Y tampoco sé si el periodista y el redactor han caído en la cuenta de que la tortuga que aparece en la foto también se podría considerar catalana… y quién sabe si no se podría decir lo mismo de las redes que la aprisionan.

Aunque es una fotografía de denuncia, no he conseguido averiguar si el fotógrafo-submarinista logró liberar a la tortuga de las redes… o si la dejó morir ahí abajo mientras él salía a la superficie a competir y triunfar con el premio Veolia a la mejor foto en la categoría “One Earth”.

martes, 19 de octubre de 2010

Olivos meditativos

En la sala de meditación de Can Catarí hay unos troncos de olivo en vez de estatuas o imágenes de Buda. Me resulta muy inspirador.

Por un lado, veo en ellos la huella de la fuerza de la vida: cómo cada ejemplar creció fiel a su genotipo de olivo, a la vez que de manera individual en función del terreno en el que estaba plantado, la abundancia o carestía de agua, la orientación de la luz del sol, etc. Veo su crecimiento y desarrollo como un baile a cámara súper-lenta en el que cada uno de ellos fue extendiendo sus ramas en el espacio hacia arriba y hacia fuera, torciéndolas a su ritmo, de forma orgánica, hasta componer un gesto único.

Por otro, capto cómo todos, tras haber desplegado su propia naturaleza de olivo, ya no están vivos y lo único que queda de ellos es su cáscara, el gesto congelado de un baile cuya música ya ha dejado de sonar, pero que persiste como una escultura que se va desintegrando a una velocidad igualmente imperceptible para nosotros… Otra vez, la cámara súper-lenta.

Este contraste de velocidades entre la vida de los olivos y la de los humanos me da qué pensar.

Si lo miramos desde el punto de vista de los olivos, son nuestras vidas las que transcurren a cámara súper-rápida –o a velocidad de vértigo, si hablamos de nuestras mentes.

¿Cuánta de esa agitación es realmente necesaria?

¿Cuánto hay de natural y orgánico en nuestro desarrollo y nuestra actividad diaria?

Cuando llegue el fin de nuestros días, ¿podremos responder por nuestras vidas con la misma dignidad que estos olivos, sin una palabra de remordimiento o reproche, o tendremos que lamentarnos de la oportunidad perdida de habernos convertido en seres humanos genuinos, capaces de desplegar nuestra verdadera naturaleza y acoger a otras formas de vida, como en su día hicieron las copas serenas de estos árboles?

viernes, 15 de octubre de 2010

El quinto elemento

Paseando con los perros por la riera que hay al pie del Castell de Marmellar, veo cómo las lluvias del puente pasado han llenado el cauce habitualmente seco y han peinado las hierbas que crecían en él, que se han quedado tumbadas señalando claramente por dónde llegó y por dónde se fue el agua.

Por el trayecto también se ven restos del conflicto de los elementos y el rastro que dejan en la naturaleza: los numerosos pinos abatidos por el viento, los desmontes y derrumbes de tierra, incluso el tamaño de los pinos, menores en algunas laderas que en otras, indica que hace un tiempo pasó por ahí un fuego devastador pero selectivo.

Agua, aire, tierra y fuego… como en las antiguas cosmologías.

Pero ¡alto ahí! ¿Qué veo? Hay un quinto elemento –y no es precisamente la quintaesencia de los anteriores.

(Siento repetirme tanto, pero es que los seres humanos también repetimos una y otra vez las mismas afrentas contra la fuerza de la vida, y aún no dejan de molestarme).

Basura humana: ésa es la otra huella que me encuentro a diario en la naturaleza. No importa si es una lata de refresco o un alerón de plástico que se le ha caído a un quad… la fealdad de los restos delata la fealdad de las mentes que los dejaron ahí.

Un estudio reciente afirma que, si los humanos desapareciéramos de la tierra de golpe, las huellas más duraderas de nuestro paso por el planeta –y las de mayor impacto para otros seres vivos– serían los plásticos y los residuos radioactivos. No es como para estar orgullosos, ¿no?

Menudos “elementos” estamos hechos.

domingo, 10 de octubre de 2010

¿Ballenas antropomorfas? ¡No, gracias!


Hoy voy a hacer trampas: me voy a apoyar en un texto que he leído en prensa para escribir la entrada. El artículo trata sobre las ballenas y la fascinación que ejercen sobre los humanos.

Aunque mi contacto con estos cetáceos se limita a contemplar sus chorros de agua desde la costa norte de California y a escuchar de niño sus cantos grabados en unos discos de plástico flexible que incluía entre sus páginas la revista National Geographic allá por los años ’70, algunas de las cosas que dice me resuenan:

Contemplar una ballena es, en el fondo, asomarse al misterio de la vida: es un ser incomprensible y a la vez cercano, nos causa una enorme emoción sin llegar a entender muy bien por qué, y sabemos que nunca olvidaremos el momento en el que, por primera vez, escuchamos sus sonidos, vimos cómo su chorro de agua surgía del mar y percibimos su lomo o su frente salir por unos instantes del agua.

Sin embargo, son otras reflexiones las que me chocan, porque representan una postura sobre los animales muy común en nuestra sociedad; probablemente, yo mismo no andaba demasiado lejos de esas ideas antes de embarcarme en el camino del Dharma, que en realidad es un camino de comunión con la fuerza de la vida.

Desde mi punto de vista, la actitud que traslucen estas palabras a pesar de toda su aparente reverencia hacia las ballenas es prácticamente una garantía de que nunca podremos entrar en unidad real con ellas ni con ningún otro ser sintiente:

Hoare describe muy bien la impresión que provoca contemplar ese inmenso animal. “Es difícil no referirse a las ballenas en términos románticos”, escribe. “He visto a hombres adultos romper a llorar al ver su primera ballena. Y aunque es un error antropomorfizar a los animales, sólo por el hecho de que sean grandes o pequeños o monos o inteligentes, es propio de los humanos hacerlo, porque nosotros lo somos y ellos no. Es la única forma de alcanzar a comprenderlos”.

Esa última frase es la que me hace saltar, primero con incredulidad. ¿Cómo sabe el autor que “antropomorfizar a los animales es la única forma de alcanzar a comprenderlos”? ¿Cuántas otras maneras ha probado? Y, si ha probado varias que no han funcionado, ¿está seguro de que es porque son equivocadas y no porque simplemente las aplicó mal?

Pero, dejando eso de lado, lo que más me chirría es la proposición de proyectar nuestra humanidad sobre los demás seres vivos para comprenderlos.

Para empezar, proyectar no parece una buena manera de entender nada; al contrario, parece más bien una manera de mirarnos en el espejo. Y eso, sin contar con que la humanidad que proyectamos seguramente estará manchada por nuestra identidad –enfermedad que, curiosamente, las ballenas no tienen.

En ese caso, si las hacemos humanas, ¿las estamos apreciando o rebajando con nuestras proyecciones?

¿Qué hay de entender a las plantas y animales en sus propios términos? Esa proyección me recuerda a los argumentos bienintencionados pero miopes de quienes proponen extender los derechos humanos a los simios superiores en función de cuánto se parece su sistema nervioso al humano. ¿No tiene toda vida una dignidad inherente, con independencia de su semejanza o su utilidad para nosotros? ¿Acaso la vida de los demás seres sólo es valiosa en la medida en que se parece a la nuestra? Qué arrogancia y qué cortedad de miras. Si esos son los argumentos de los amantes de los animales… ¡menudo favor les estamos haciendo!

Afortunadamente, el camino del Dharma abre nuevas posibilidades en esta aventura en la que nos acompañan las amenazadas plantas y animales de este planeta: el potencial de abrir y desplegar la fuerza de la vida que compartimos con ellos y ser los guardianes y custodios que favorezcan la continuidad de la vida en toda su diversidad, más allá de los individuos particulares de cada especie, incluida la nuestra.

Ahí sí vislumbro una verdadera comprensión y unión con la vida y todos sus representantes, desde las majestuosas ballenas hasta el musgo más aparentemente insignificante.

Para eso, hará falta que dejemos de proyectar nuestras manchas de identidad sobre los animales… y también sobre nosotros mismos. Buen trabajo tenemos por delante.

Como parece decir la ballena de la foto al despedirse con su cola, “¡Antropomorfizaos vosotros! A mí dejadme en paz”. 


¿Cómo no estar de acuerdo con ella?

miércoles, 6 de octubre de 2010

Hay muertes y muertes

Un día de contrastes el de hoy.

Por un lado, leo una de esas noticias que me hacen sentirme manchado de vergüenza e indignación por las barbaridades que hacen algunos miembros de mi especie:

http://www.elpais.com/articulo/espana/meses/carcel/matar/perro/forma/cruel/elpepuesp/20101006elpepunac_18/Tes

Por otro, me sorprende el comportamiento de Aire, la pinscher que adoptamos hace poco, que esta tarde ha estado jugueteando brevemente con una mantis religiosa hasta que la ha destripado con sus patorras. Cuando me he dado cuenta de cuál era el objeto de sus saltos y “caricias”, ya era tarde.

Una vez antes había visto un comportamiento similar en otro animal: Pau, el gato caza-ardillas que vivía simbióticamente en Can Catarí y aledaños, que se entretuvo con un topillo dándole golpes con las zarpas antes de comérselo. Pero Aire no se ha comido a la mantis (y supongo que el paisano ilerdense tampoco se comió a su perro –de hecho, lo dejó agonizando para que muriera solo).

En ambos casos, pues, se trata de muertes gratuitas, en el sentido de que no eran necesarias para la supervivencia del animal que mató al otro. ¿Por qué entonces una me produce repugnancia y la otra sólo una sensación de que se podría haber evitado?

Vamos a examinarlo. ¿Realmente son tan similares ambas formas de matar? A primera vista pueden parecerlo, pero en el fondo no lo son.

El salvaje humano actuó con deliberación sostenida: primero, atando al perro al parachoques, metiéndose en el coche, arrancándolo, acelerando hasta una velocidad imposible para el animal indefenso y manteniendo la tortura un tiempo que calculó suficiente para matarlo por estrangulamiento, contusiones y abrasión; luego, parando el coche, bajándose, soltando del parachoques al perro agonizante, llevándolo junto a una autovía para dejarlo ahí tirado y marcharse –quién sabe si con la satisfacción del deber cumplido.

Probablemente no faltarán vecinos que digan, al enterarse de la noticia, “Pero ¿cómo? ¿El Pep, hacer eso? ¡Qué va! ¡Si es un tío majísimo!”.

Por contra, Aire actuó de manera poco hábil, sí, pero en un sentido radicalmente diferente al energúmeno: con inocencia. Aparte de su habitual espíritu hiperactivo y juguetón, quizá hubiera también curiosidad natural ante algo que no había visto antes. El incidente salió mal para la mantis, pero no hubo maldad porque no hubo intención de dañar o matar.

Hay muertes y muertes, igual que hay matadores y no-matadores (porque no hay identidad).

¿Dónde se pide la nacionalidad canina?

(O de mantis, que al fin y al cabo es lo mismo: todos son ciudadanos de Sinidentistán).

lunes, 4 de octubre de 2010

Paisaje con pinos


Ahora que he regresado después de estar unos días en la ciudad, me pregunto por qué no es lo mismo meditar sobre la fuerza de la vida ahí que aquí, en el campo. Después de todo, cuando paso por Madrid no vivo en el centro sino en un barrio periférico, y desde la ventana de mi cuarto veo olmos, almeces, abetos, cedros y otros árboles, junto con gorriones, palomas y urracas. Debería ser igual, pero… no es lo mismo.

La respuesta, creo, tiene que ver con la experiencia de la naturaleza como una presencia constante, que acompaña sin interrupciones. Es algo que no ocurre cuando esos árboles y pájaros aparecen como brotes aislados en un paisaje dominado por el asfalto de las calles, el cemento de las aceras, el ruido de los coches y las voces de las personas que pululan por todos sitios, atareadas como hormigas y disimuladamente alocadas como pollos sin cabeza.

Aquí es otra cosa, a pesar de que cognitivamente la abundancia de pinos, a exclusión de casi cualquier otra especie, me resulta aburrida.

Paseando por el campo con los perros, me siento en una unidad especial con la naturaleza: como si esa naturaleza fuese el devenir de la fuerza de la vida y yo simplemente un punto que se mueve en el trasfondo de ese devenir –algo similar a la respiración que usamos como ancla en nuestras contemplaciones.

Eso es todo: la vida al fondo y un ritmo que parece ocupar el primer plano, caminando, respirando… siendo sin más… o no siendo, y dejándose envolver de vez en cuando por la unidad que todo lo abraza.

viernes, 1 de octubre de 2010

El mundo al revés

Caminando por el parque, padre e hijo llegan a un gran árbol, rodeado por una jaula de puntas afiladas en su borde superior.

El niño se vuelve al padre y le pregunta: “Papá, ¿por qué le han puesto al árbol en una jaula? ¿Es peligroso?”

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Inteligencia orgánica

Paseo de nuevo con los perros. Dejando atrás el asfalto y las casas, nos metemos por un camino de tierra. 

Primer encuentro: un montón de basura que alguien ha tirado en el borde. Menudo "cantazo". Sin exagerar, cuando veo cosas así, tengo la misma impresión que si viera a alguien cagar en el mismo plato en el que come, y luego seguir comiendo como si nada.

Segundo encuentro: un hormiguero reciente, con la tierra aún húmeda por las últimas lluvias. No se ven hormigas, pero se nota su huella en esa estructura algo irregular y sin embargo perfectamente adecuada para su propósito, que sugiere la actividad de una inteligencia orgánica, poco preocupada por las formas y aun así (o precisamente por eso) capaz de crear armonía y belleza.

Dos maneras de estar en el mundo.

También nosotros podemos elegir.

sábado, 18 de septiembre de 2010

"Imper-Marmellar-nencia"



Nos habíamos acercado los tres perros y yo al pueblo abandonado de Sant Miquel de Marmellar. Para mí no era la primera vez que lo visitaba, pero para ellos sí. Tras corretear por las casas vacías con la excitación del descubrimiento, entraron conmigo en lo que queda de la iglesia: cuatro paredes sin techo, llenas de zarzas y escombros, con el maltrecho campanario aún en pie y un gran hueco en la fachada donde en su día debió de lucir un rosetón que recogía los rayos del sol poniente y los convertía en colores ornamentales. Fuera, la luz de la tarde se inclinaba sobre campos que se extendían a lo lejos entre colinas –el mismo sol que alumbró y las mismas tierras que sustentaron con sus cosechas a los antiguos pobladores de este lugar.

En esa iglesia derruida sentí por unos instantes cómo durante años generaciones de fieles se habían congregado ahí para oír la palabra de Dios en misas y sermones; casi podía notar el peso de cientos o quizá miles de vidas marcadas por ritmos naturales hoy soslayados por el “progreso”: la alternancia de luz y oscuridad en días y noches, el lento paso del tiempo, las estaciones que van marcando las faenas del campo… Quizá los lugareños encontraran ahí cierto sentido a sus vidas, moldeadas por tareas, costumbres y gestos mil veces repetidos, transmitidos de padres a hijos; quién sabe si incluso sentirían su pertenencia al orden natural del universo. Pero ahora, entre la devastación reinante, ese rosetón hueco, símbolo y testigo de una época pasada, me recordaba la cuenca vacía de un ojo atónito, alucinado ante la desaparición irremediable de ese mundo tradicional que antes reconfortaba y ofrecía seguridad…

Ajena a mis ponderosas meditaciones y a la solemnidad del entorno, Lluna, la sharpei que venía en el grupo, aprovechó la ocasión para cagar en pleno centro de la iglesia.

Por mi parte, sobrecogido un tanto por una irrevocable impresión de fugacidad, tomé una mora de una zarza cercana y me la comí, como para sellar esa comprensión con una comunión espontánea.

La verdad es que al salir de las ruinas y durante todo el camino de vuelta a casa la sensación del tiempo como un torbellino que todo lo devora era intensa, casi mareante.

En resumen: ya nadie vive en Sant Miquel, la iglesia y el pueblo no existen más que en ruinas y Lluna misma murió este verano y está enterrada frente a Can Catarí Nou. Pero aún hay más: mi propia mente, que tuvo esas impresiones, también ha cambiado desde entonces y seguirá cambiando hasta que acabe por desaparecer como todo lo demás. No hay nada que se mantenga firme, inmutable, fiable… excepto la certeza de que todo cambia y está en perpetua transformación.

Sé por experiencia que en el corazón de esta conciencia aparentemente amarga yace una gran liberación y alivio, que a veces incluso puede manifestarse como una cierta euforia cuando soy capaz de “acompañar” ese movimiento incesante… cosa que no siempre ocurre. Ése es el mensaje y la esperanza que me recuerda el oscuro jugo de las moras silvestres maduras, que sigo comiendo de vez en cuando mientras paseo a los perros en este verano tardío y veo en la distancia el campanario de la iglesia tuerta de Sant Miquel de Marmellar, escenario de mi inesperada confirmación budista de anicca, la impermanencia.





martes, 14 de septiembre de 2010

¡Que viene el lobo!

¿Quién es este animal?

Su nombre científico es canis lupus y su apellido, signatus.

De niños aprendimos que era “el lobo feroz”: el terror de los cuentos infantiles, el castigo con el que nos amenazaban algunos adultos desaprensivos, quizá incluso el causante involuntario de alguna pesadilla… en una palabra, era el Mal.

Como mayor carnívoro que queda en Europa y depredador máximo del ecosistema peninsular, el lobo ha sido enemigo tradicional de ganaderos y pastores, y más ahora que los humanos hemos ido liquidando a sus presas naturales, los grandes ungulados cuyas cornamentas adornan tantos salones de cazadores españoles. Por eso, junto con las batidas organizadas para exterminarlos se le ha sometido en paralelo a una campaña continua de difamación que “justificaba” su persecución y aniquilamiento. En su conflicto con el ser humano, el lobo se ha llevado con mucho la peor parte, tanto en su supervivencia como en su reputación.

Pero esta tarde he visto en un documental algo que nunca me habría imaginado y que me ha dejado asombrado. Es verdad que se trataba de un antiguo episodio de la serie El hombre y la Tierra, del cuestionado Félix Rodríguez de la Fuente, pero realmente no me parece que se haya podido manipular (como se alega de alguna que otra escena en esta serie) más allá de ciertas posibles libertades en el montaje de la secuencia.

En la filmación se veía a una manada de lobos en una montaña arrastrando ladera abajo a una muflona que acababan de matar. Por los motivos que fueran, tras un rato uno de ellos volvía sobre sus pasos para recuperar un pedazo de carne que se había quedado atrás, y que en esos momentos ya estaba devorando un gran buitre.

Sorprendentemente, el ave carroñera, haciendo gala de un criterio más que dudoso, se negaba a retirarse y desplegaba sus grandes alas para amedrentar al lobo, al tiempo que lo amenazaba con su pico. Craso error. Tras estudiarlo un instante y rodearlo con cautela, el lobo se abalanzaba como un relámpago sobre él y lo agarraba hábilmente del cuello, sin que el buitre pudiera hacer nada por soltarse ni tampoco herirlo.

¿Qué pasó entonces? Que este depredador supuestamente terrorífico, digno de exterminio por su crueldad sanguinaria, se alejó unos metros de la presa en liza manteniendo al buitre a su merced, con el cuello apresado entre sus poderosas fauces y batiendo las alas inútilmente. Cuando consideró que era suficiente distancia, simplemente lo soltó, sano y salvo, antes de volver ladera arriba para recobrar su pedazo de carne de muflona.

Por supuesto, el buitre se cuidó muy mucho de volver a disputársela; menudo indulto inesperado había encontrado...

No recuerdo un ejemplo tan nítido de la frugalidad del instinto natural, que impulsa a matar para comer y casi nunca más.

Ese lobo, en plena lucha por la comida, fue capaz de tratar a un rival derrotado con la misma delicadeza con la que llevaría a sus propias crías entre sus colmillos para trasladarlas de un lugar a otro. Increíble, ¿no?

El lobo no pensó: “Pero ¿quién se ha creído que es este pajarraco de mierda para plantarme cara a mí, el rey de la fauna ibérica, por una presa que además he matado yo? Le voy a dar una buena lección a él y a todos sus congéneres”.

No pensó: “Bueno, si le rompo el cuello seguro que podré comer más tranquilo”.

No pensó: “Puedo matar a este buitre también y así tendré más carne disponible para mañana”.

No pensó: “Uy, no sé qué dirán de mí mis compañeros si dejo escapar con vida a este buitre insolente. Mejor aprieto las mandíbulas –bastará con una ligera presión– y me quito de problemas…”.

No. Ese lobo actuó sin pensar, pero con una destreza magistral, una calma absoluta y, seamos sinceros, una magnanimidad que rara vez mostramos los humanos cuando entramos en conflicto unos con otros (y menos aún cuando el conflicto es con otros seres percibidos como “inferiores”).

La naturaleza está llena de sorpresas. Para verlas sólo hace falta mirar, sí, pero también limpiarnos la mirada de prejuicios condicionados por una educación parcial, tendenciosa y, en definitiva, destructora de nuestra comprensión de los demás seres vivos y de nuestra verdadera relación natural con ellos.

Sé que suena tonto, sobre todo habiéndolo visto por televisión y no en vivo, pero este comportamiento del lobo me ha provocado una alegría inexplicable, junto con una oleada de profunda confianza en la elegancia y belleza del Dao y Dharma.