martes, 14 de septiembre de 2010

¡Que viene el lobo!

¿Quién es este animal?

Su nombre científico es canis lupus y su apellido, signatus.

De niños aprendimos que era “el lobo feroz”: el terror de los cuentos infantiles, el castigo con el que nos amenazaban algunos adultos desaprensivos, quizá incluso el causante involuntario de alguna pesadilla… en una palabra, era el Mal.

Como mayor carnívoro que queda en Europa y depredador máximo del ecosistema peninsular, el lobo ha sido enemigo tradicional de ganaderos y pastores, y más ahora que los humanos hemos ido liquidando a sus presas naturales, los grandes ungulados cuyas cornamentas adornan tantos salones de cazadores españoles. Por eso, junto con las batidas organizadas para exterminarlos se le ha sometido en paralelo a una campaña continua de difamación que “justificaba” su persecución y aniquilamiento. En su conflicto con el ser humano, el lobo se ha llevado con mucho la peor parte, tanto en su supervivencia como en su reputación.

Pero esta tarde he visto en un documental algo que nunca me habría imaginado y que me ha dejado asombrado. Es verdad que se trataba de un antiguo episodio de la serie El hombre y la Tierra, del cuestionado Félix Rodríguez de la Fuente, pero realmente no me parece que se haya podido manipular (como se alega de alguna que otra escena en esta serie) más allá de ciertas posibles libertades en el montaje de la secuencia.

En la filmación se veía a una manada de lobos en una montaña arrastrando ladera abajo a una muflona que acababan de matar. Por los motivos que fueran, tras un rato uno de ellos volvía sobre sus pasos para recuperar un pedazo de carne que se había quedado atrás, y que en esos momentos ya estaba devorando un gran buitre.

Sorprendentemente, el ave carroñera, haciendo gala de un criterio más que dudoso, se negaba a retirarse y desplegaba sus grandes alas para amedrentar al lobo, al tiempo que lo amenazaba con su pico. Craso error. Tras estudiarlo un instante y rodearlo con cautela, el lobo se abalanzaba como un relámpago sobre él y lo agarraba hábilmente del cuello, sin que el buitre pudiera hacer nada por soltarse ni tampoco herirlo.

¿Qué pasó entonces? Que este depredador supuestamente terrorífico, digno de exterminio por su crueldad sanguinaria, se alejó unos metros de la presa en liza manteniendo al buitre a su merced, con el cuello apresado entre sus poderosas fauces y batiendo las alas inútilmente. Cuando consideró que era suficiente distancia, simplemente lo soltó, sano y salvo, antes de volver ladera arriba para recobrar su pedazo de carne de muflona.

Por supuesto, el buitre se cuidó muy mucho de volver a disputársela; menudo indulto inesperado había encontrado...

No recuerdo un ejemplo tan nítido de la frugalidad del instinto natural, que impulsa a matar para comer y casi nunca más.

Ese lobo, en plena lucha por la comida, fue capaz de tratar a un rival derrotado con la misma delicadeza con la que llevaría a sus propias crías entre sus colmillos para trasladarlas de un lugar a otro. Increíble, ¿no?

El lobo no pensó: “Pero ¿quién se ha creído que es este pajarraco de mierda para plantarme cara a mí, el rey de la fauna ibérica, por una presa que además he matado yo? Le voy a dar una buena lección a él y a todos sus congéneres”.

No pensó: “Bueno, si le rompo el cuello seguro que podré comer más tranquilo”.

No pensó: “Puedo matar a este buitre también y así tendré más carne disponible para mañana”.

No pensó: “Uy, no sé qué dirán de mí mis compañeros si dejo escapar con vida a este buitre insolente. Mejor aprieto las mandíbulas –bastará con una ligera presión– y me quito de problemas…”.

No. Ese lobo actuó sin pensar, pero con una destreza magistral, una calma absoluta y, seamos sinceros, una magnanimidad que rara vez mostramos los humanos cuando entramos en conflicto unos con otros (y menos aún cuando el conflicto es con otros seres percibidos como “inferiores”).

La naturaleza está llena de sorpresas. Para verlas sólo hace falta mirar, sí, pero también limpiarnos la mirada de prejuicios condicionados por una educación parcial, tendenciosa y, en definitiva, destructora de nuestra comprensión de los demás seres vivos y de nuestra verdadera relación natural con ellos.

Sé que suena tonto, sobre todo habiéndolo visto por televisión y no en vivo, pero este comportamiento del lobo me ha provocado una alegría inexplicable, junto con una oleada de profunda confianza en la elegancia y belleza del Dao y Dharma.


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