viernes, 29 de octubre de 2010

Llueve sobre la ciudad

Hoy, después de semanas de tiempo seco y soleado, por fin llueve otra vez en Madrid.

Paseo por la calle y siento la lluvia como una bendición, como si el cielo, que retenía sus regalos, se reconciliara una vez más con la tierra.

Entonces me pregunto si esto no tendrá que ver también con la fuerza de la vida, con la evidencia de que tras mucho tiempo de sol que propicia la fotosíntesis ahora viene bien algo de agua para completar la alimentación de las plantas a través de sus raíces. ¿Vendrá sólo de ahí mi alegría?

Mentiría si dijera que sí… Hace unos días, cuando subí a las montañas, miré a la ciudad y la vi cubierta por una “boina” de contaminación de color pardo grisáceo: una auténtica marranada. Eso es lo que se respira en la gran ciudad.

La llegada de las lluvias y los vientos del otoño también me alegra porque ayudarán a dispersar esa nube ponzoñosa que colgaba sobre nuestras cabezas y nuestros pulmones… aunque no a eliminar el problema que supone toda esa contaminación que arrojamos a la atmósfera.

Y entonces pienso si no habrá gente que viva inconscientemente la llegada de las lluvias y los vientos como un cheque en blanco para seguir con el mismo estilo de vida consumista y contaminante que nos lleva a la destrucción. Eso es, después de todo, lo que hace la identidad: apropiarse de experiencias perfectamente válidas del sistema natural y tergiversarlas a favor de sus propios intereses.

Y entonces miro un poco más profundo y pienso, “Y yo mismo, cuando subí a las montañas y sentí esa revulsión, ¿en qué fui?”. Y la respuesta es: en coche.

Ay.

Qué enemigo más hábil y escurridizo es la identidad. Incluso bajo el sentimiento más noble en apariencia pueden esconderse sus tentáculos venenosos. Habrá que andarse con ojo. Con razón dijo el Buda:

Los inmaduros descuidan su vigilancia,
pero los sabios la guardan como su mayor tesoro.

domingo, 24 de octubre de 2010

Las tres Ces: Curiosidad, Creatividad y... mucho Curro

 Leo en prensa una entrevista con Konstantin Novoselov, reciente Premio Nobel de Física, y encuentro multitud de consideraciones que me valen igualmente para la práctica del Dharma con mente abierta y flexible. Realmente escribo esto para mí mismo, pues me llega en un momento muy oportuno; pero quizá otros también encuentren aquí un punto extra de motivación para perseverar en el camino.

Lo primero que me ha atraído es la normalidad del personaje y de su estilo de vida, alejado de la pompa y ceremonia del mundo académico, del “glamour” de los premios y de la atención aduladora de los medios de comunicación. Esperemos que la fama y celebridad que va a atraer este galardón-engorro sobre Novoselov no sean como el toque de Midas, que convierte todo en oro frío y estéril:

Ante la solemne ceremonia de entrega del galardón (el 10 de diciembre en Estocolmo), lo que más le incomoda es tener que ir de compras y hacerse con la indumentaria apropiada. “Espero que de esto se ocupe mi esposa, ir de compras es algo que odio”, dice Novoselov. “La verdad es que no tengo un traje...”, afirma, y apunta con extrañeza algunos comentarios que le han hecho sobre su aspecto desaliñado, con camiseta y vaqueros, en las fotos que dieron la vuelta al mundo al anunciarse el galardón. “Es que yo vengo a trabajar así”, dice. Y efectivamente hoy va con camiseta y vaqueros.

La normalidad para este físico de estado sólido es su despacho y las horas que pasa en su laboratorio, al otro lado del pasillo, donde hace seis años, haciendo experimentos con Geim, obtuvieron por primera vez el grafeno, material con unas propiedades fascinantes y unas aplicaciones potenciales tan atractivas (en pantallas táctiles o en paneles solares) que se ha convertido ya en el material de moda.

Es muy interesante la forma inesperada en la que surgió su hallazgo, aunque favorecido sin duda por una rutina sólidamente establecida y por un ambiente despreocupado y abierto a las sorpresas (es decir, también a los posibles errores), sin los frenos de las expectativas ni la ambición de conseguir un resultado específico:

El hallazgo surgió en lo que estos dos científicos rusos que trabajan en Reino Unido llaman los experimentos de los viernes, cuando, una vez que dejan atrás las actividades normales de la semana, se meten en el laboratorio a jugar con la ciencia, a ensayar ideas y ponerlas en práctica con sus propias manos y los medios que tienen a su alrededor, “para probar cosas locas y divertirnos un poco en el laboratorio antes de ir a tomar unas cervezas”, cuenta Novoselov.

Serio, seguramente tímido, concentrado en su trabajo, con determinación y seguridad en sí mismo, piensa unos instantes las respuestas, cortas y concisas. (...) “¿Es usted un genio?” La respuesta es inmediata: “No, en absoluto. La ciencia me divierte, eso es lo esencial”.

En esas condiciones, simplemente trastear con los materiales a mano dio origen al descubrimiento, aunque con el enorme beneficio del efecto multiplicador que aporta un colega y compañero de aventuras:

El método por el que obtuvieron el grafeno parecía casi una broma en el comunicado de la Fundación Nobel que describía el trabajo de Geim y Novoselov, si uno cree que la ciencia actual exige grandes y avanzadísimas instalaciones para lograr resultados que merezcan la pena. “La idea de intentar algo con el grafeno fue de André y la forma de lograrlo fue mía”, explica Novoselov.

Esa forma de lograrlo era tan simple como ir sacando láminas del grafito del que están hechas las minas de los lapiceros, mediante una cinta adhesiva corriente. Eso sí, jugó el factor suerte en esos experimentos de los viernes, cuando eligieron como soporte de la lámina bidimensional de carbono un trozo de silicio con el espesor de óxido que resultó ser apropiado. Ese material estaba por allí, pero no hubiera servido cualquier soporte. Eso sí, que nadie se engañe, en ciencia uno tiene que saber dónde está, saber lo que busca, entender lo que ha descubierto y, en resumen, como dice Novoselov, “trabajar mucho”. Aunque, añade, “es muy divertido”.

Parece claro que el espíritu de curiosidad, creatividad y juego (aparte de la suerte, que también cuenta) fue algo esencial para que saltara la chispa:

En los últimos años, Novoselov y Geim andan muy ocupados y los experimentos de los viernes han quedado un poco relegados; solo recientemente los han podido retomar con asiduidad. “Es el placer de experimentar en nuestro laboratorio. A lo largo de los años hemos hecho muchas cosas, unas funcionan y otras no”, dice. Tampoco rige para estos dos físicos la supuesta diferencia entre ciencia básica y aplicada. “No tiene mucho sentido, hacemos la investigación que nos parece estimulante y a veces son cosas muy prácticas, mientras que otras son de física básica”.

Naturalmente, no todo han sido éxitos, pero ahora parece como si incluso los resultados aparentemente más ridículos e inservibles se pudieran aceptar con espíritu deportivo y una sonrisa:

En uno de esos experimentos hecho con plena libertad y guiado por la inspiración y la curiosidad, Geim logró hacer levitar ranas en un campo electromagnético, mereciendo por ello el IgNobel, el premio Nobel alternativo y humorístico. Fue en los años noventa y Novoselov aún no trabajaba con él, pero afirma que no le importaría en absoluto, al contrario, recibir ese otro galardón.

Y tampoco es que su éxito fuese irrevocable desde el principio; al contrario, también tuvieron sus reveses y contrariedades:

Hace seis años, cuando estos dos rusos afincados en Reino Unido dieron con el grafeno, la idea de esa forma del carbono estaba en el ambiente científico y varios grupos en el mundo perseguían su obtención. El anuncio del éxito fue tan poco corriente como los dos descubridores. Geim y Novoselov escribieron un artículo científico, como hace cualquier investigador que descubre algo, y lo enviaron a una de las más prestigiosas revistas especializadas: Nature. Sin embargo, se lo rechazaron. “Pusieron pegas sobre unas medidas de los experimentos que en realidad todavía ahora no se han completado, pero lo cierto es que no lo aceptaron”, recuerda Novoselov. “Lo arreglamos un poco y lo enviamos a Science [la publicación competidora de Nature] y nos dijeron que sí... Con estas revistas siempre te puedes esperar cosas así”, dice.

Novoselov no pasa por alto en absoluto que la ciencia es un entorno muy competitivo. “La competencia es buena porque te ayuda y te orienta para hacer las cosas mejor y más rápido, lo que es estúpido es hacer tu trabajo para publicar los resultados y no por la ciencia en sí”.

Lo que más me resuena de las palabras de Novoselov es la impresión de que, aunque no les hubiesen dado el premio, él y su colega habrían seguido disfrutando con sus experimentos con independencia de los resultados y de la aclamación popular. En cuanto al ingrediente básico de su éxito, está bien claro: unas 12 horas de trabajo al día.

La jornada de Novoselov arranca muy temprano. “Despierto a las niñas, Sofia y Victoria, les doy el desayuno, las preparo y las llevo a la guardería; llego a la universidad sobre las 9.30 y salgo hacia las 9.30 de la noche. Es que si quieres lograr algo no basta con ser suficientemente inteligente, también tienes que trabajar mucho”.

Una última pregunta: ¿cómo explicaría el placer de investigar y descubrir a alguien no familiarizado con la ciencia? Lo piensa unos segundos y una leve sonrisa indica que ha dado con la respuesta satisfactoria: “Imagine que está recorriendo el Gran Cañón de Colorado o un sitio así de bonito en España, o en Canadá... El paisaje que se le va apareciendo ante los ojos es grandioso y uno sigue avanzando convencido de que un poco más allá habrá otro panorama más estupendo aún. Tienes que trabajar duro para avanzar, pero lo haces porque esperas encontrar algo magnífico, interesante. Esta es la mejor comparación con la investigación”.


Bien, tras leer esta entrevista creo que tengo la mirada más limpia para apreciar el paisaje que se va abriendo ante mí en este camino de Dao y Chan.

Y ahora, a currar. El laboratorio lo llevo en mi propia mente, donde paso más de doce horas al día, y el “colega” que me acompaña en la experimentación es el maestro. Está todo a mano.

Lo único que está por ver es lo de las cervezas… 

sábado, 23 de octubre de 2010

¿Qué estamos premiando?

Ayer se fallaron unos famosos premios de fotografía de la naturaleza y la ganadora fue esta foto de hormigas en Costa Rica.

La verdad es que la imagen es chocante y llamativa: el color verde al trasluz como fondo de un teatro de sombras chinescas, la variedad y el desorden de las hormigas, la coordinación evidente pero algo anárquica de sus esfuerzos, que sin embargo ya han conseguido horadar parte de la hoja y están cortando nuevos trozos… todo eso está ahí. Es una auténtica sinfonía de la vida, con una tribu trabajando por la supervivencia común, a costa de otras vidas, sí, pero sin identidad. Materia para meditar y llenarse de alegría y asombro.

Y, sin embargo, la página de los premios menciona orgullosamente su sustancial dotación y se limita a mencionar algunos detalles técnicos de la fotografía: dónde y a qué hora se tomó, qué cámara se utilizó, cómo era la iluminación, etc. Todo son detalles desde fuera. No hay ni rastro de comunión real con el sujeto retratado.

Es, en definitiva, un premio a la pericia del fotógrafo… Al parecer, la naturaleza sólo era una excusa.

(Claro. ¿En qué estaría yo pensando?).

Curiosamente, en el apartado de fotografía de denuncia, el ganador ha sido un catalán. Esta es su foto:


Un periódico local se ha hecho eco de la gran noticia. No sé por qué, pero tengo la impresión de que hay cierta actitud de “Hemos ganado” en la columna que lo da a conocer. Y tampoco sé si el periodista y el redactor han caído en la cuenta de que la tortuga que aparece en la foto también se podría considerar catalana… y quién sabe si no se podría decir lo mismo de las redes que la aprisionan.

Aunque es una fotografía de denuncia, no he conseguido averiguar si el fotógrafo-submarinista logró liberar a la tortuga de las redes… o si la dejó morir ahí abajo mientras él salía a la superficie a competir y triunfar con el premio Veolia a la mejor foto en la categoría “One Earth”.

martes, 19 de octubre de 2010

Olivos meditativos

En la sala de meditación de Can Catarí hay unos troncos de olivo en vez de estatuas o imágenes de Buda. Me resulta muy inspirador.

Por un lado, veo en ellos la huella de la fuerza de la vida: cómo cada ejemplar creció fiel a su genotipo de olivo, a la vez que de manera individual en función del terreno en el que estaba plantado, la abundancia o carestía de agua, la orientación de la luz del sol, etc. Veo su crecimiento y desarrollo como un baile a cámara súper-lenta en el que cada uno de ellos fue extendiendo sus ramas en el espacio hacia arriba y hacia fuera, torciéndolas a su ritmo, de forma orgánica, hasta componer un gesto único.

Por otro, capto cómo todos, tras haber desplegado su propia naturaleza de olivo, ya no están vivos y lo único que queda de ellos es su cáscara, el gesto congelado de un baile cuya música ya ha dejado de sonar, pero que persiste como una escultura que se va desintegrando a una velocidad igualmente imperceptible para nosotros… Otra vez, la cámara súper-lenta.

Este contraste de velocidades entre la vida de los olivos y la de los humanos me da qué pensar.

Si lo miramos desde el punto de vista de los olivos, son nuestras vidas las que transcurren a cámara súper-rápida –o a velocidad de vértigo, si hablamos de nuestras mentes.

¿Cuánta de esa agitación es realmente necesaria?

¿Cuánto hay de natural y orgánico en nuestro desarrollo y nuestra actividad diaria?

Cuando llegue el fin de nuestros días, ¿podremos responder por nuestras vidas con la misma dignidad que estos olivos, sin una palabra de remordimiento o reproche, o tendremos que lamentarnos de la oportunidad perdida de habernos convertido en seres humanos genuinos, capaces de desplegar nuestra verdadera naturaleza y acoger a otras formas de vida, como en su día hicieron las copas serenas de estos árboles?

viernes, 15 de octubre de 2010

El quinto elemento

Paseando con los perros por la riera que hay al pie del Castell de Marmellar, veo cómo las lluvias del puente pasado han llenado el cauce habitualmente seco y han peinado las hierbas que crecían en él, que se han quedado tumbadas señalando claramente por dónde llegó y por dónde se fue el agua.

Por el trayecto también se ven restos del conflicto de los elementos y el rastro que dejan en la naturaleza: los numerosos pinos abatidos por el viento, los desmontes y derrumbes de tierra, incluso el tamaño de los pinos, menores en algunas laderas que en otras, indica que hace un tiempo pasó por ahí un fuego devastador pero selectivo.

Agua, aire, tierra y fuego… como en las antiguas cosmologías.

Pero ¡alto ahí! ¿Qué veo? Hay un quinto elemento –y no es precisamente la quintaesencia de los anteriores.

(Siento repetirme tanto, pero es que los seres humanos también repetimos una y otra vez las mismas afrentas contra la fuerza de la vida, y aún no dejan de molestarme).

Basura humana: ésa es la otra huella que me encuentro a diario en la naturaleza. No importa si es una lata de refresco o un alerón de plástico que se le ha caído a un quad… la fealdad de los restos delata la fealdad de las mentes que los dejaron ahí.

Un estudio reciente afirma que, si los humanos desapareciéramos de la tierra de golpe, las huellas más duraderas de nuestro paso por el planeta –y las de mayor impacto para otros seres vivos– serían los plásticos y los residuos radioactivos. No es como para estar orgullosos, ¿no?

Menudos “elementos” estamos hechos.

domingo, 10 de octubre de 2010

¿Ballenas antropomorfas? ¡No, gracias!


Hoy voy a hacer trampas: me voy a apoyar en un texto que he leído en prensa para escribir la entrada. El artículo trata sobre las ballenas y la fascinación que ejercen sobre los humanos.

Aunque mi contacto con estos cetáceos se limita a contemplar sus chorros de agua desde la costa norte de California y a escuchar de niño sus cantos grabados en unos discos de plástico flexible que incluía entre sus páginas la revista National Geographic allá por los años ’70, algunas de las cosas que dice me resuenan:

Contemplar una ballena es, en el fondo, asomarse al misterio de la vida: es un ser incomprensible y a la vez cercano, nos causa una enorme emoción sin llegar a entender muy bien por qué, y sabemos que nunca olvidaremos el momento en el que, por primera vez, escuchamos sus sonidos, vimos cómo su chorro de agua surgía del mar y percibimos su lomo o su frente salir por unos instantes del agua.

Sin embargo, son otras reflexiones las que me chocan, porque representan una postura sobre los animales muy común en nuestra sociedad; probablemente, yo mismo no andaba demasiado lejos de esas ideas antes de embarcarme en el camino del Dharma, que en realidad es un camino de comunión con la fuerza de la vida.

Desde mi punto de vista, la actitud que traslucen estas palabras a pesar de toda su aparente reverencia hacia las ballenas es prácticamente una garantía de que nunca podremos entrar en unidad real con ellas ni con ningún otro ser sintiente:

Hoare describe muy bien la impresión que provoca contemplar ese inmenso animal. “Es difícil no referirse a las ballenas en términos románticos”, escribe. “He visto a hombres adultos romper a llorar al ver su primera ballena. Y aunque es un error antropomorfizar a los animales, sólo por el hecho de que sean grandes o pequeños o monos o inteligentes, es propio de los humanos hacerlo, porque nosotros lo somos y ellos no. Es la única forma de alcanzar a comprenderlos”.

Esa última frase es la que me hace saltar, primero con incredulidad. ¿Cómo sabe el autor que “antropomorfizar a los animales es la única forma de alcanzar a comprenderlos”? ¿Cuántas otras maneras ha probado? Y, si ha probado varias que no han funcionado, ¿está seguro de que es porque son equivocadas y no porque simplemente las aplicó mal?

Pero, dejando eso de lado, lo que más me chirría es la proposición de proyectar nuestra humanidad sobre los demás seres vivos para comprenderlos.

Para empezar, proyectar no parece una buena manera de entender nada; al contrario, parece más bien una manera de mirarnos en el espejo. Y eso, sin contar con que la humanidad que proyectamos seguramente estará manchada por nuestra identidad –enfermedad que, curiosamente, las ballenas no tienen.

En ese caso, si las hacemos humanas, ¿las estamos apreciando o rebajando con nuestras proyecciones?

¿Qué hay de entender a las plantas y animales en sus propios términos? Esa proyección me recuerda a los argumentos bienintencionados pero miopes de quienes proponen extender los derechos humanos a los simios superiores en función de cuánto se parece su sistema nervioso al humano. ¿No tiene toda vida una dignidad inherente, con independencia de su semejanza o su utilidad para nosotros? ¿Acaso la vida de los demás seres sólo es valiosa en la medida en que se parece a la nuestra? Qué arrogancia y qué cortedad de miras. Si esos son los argumentos de los amantes de los animales… ¡menudo favor les estamos haciendo!

Afortunadamente, el camino del Dharma abre nuevas posibilidades en esta aventura en la que nos acompañan las amenazadas plantas y animales de este planeta: el potencial de abrir y desplegar la fuerza de la vida que compartimos con ellos y ser los guardianes y custodios que favorezcan la continuidad de la vida en toda su diversidad, más allá de los individuos particulares de cada especie, incluida la nuestra.

Ahí sí vislumbro una verdadera comprensión y unión con la vida y todos sus representantes, desde las majestuosas ballenas hasta el musgo más aparentemente insignificante.

Para eso, hará falta que dejemos de proyectar nuestras manchas de identidad sobre los animales… y también sobre nosotros mismos. Buen trabajo tenemos por delante.

Como parece decir la ballena de la foto al despedirse con su cola, “¡Antropomorfizaos vosotros! A mí dejadme en paz”. 


¿Cómo no estar de acuerdo con ella?

miércoles, 6 de octubre de 2010

Hay muertes y muertes

Un día de contrastes el de hoy.

Por un lado, leo una de esas noticias que me hacen sentirme manchado de vergüenza e indignación por las barbaridades que hacen algunos miembros de mi especie:

http://www.elpais.com/articulo/espana/meses/carcel/matar/perro/forma/cruel/elpepuesp/20101006elpepunac_18/Tes

Por otro, me sorprende el comportamiento de Aire, la pinscher que adoptamos hace poco, que esta tarde ha estado jugueteando brevemente con una mantis religiosa hasta que la ha destripado con sus patorras. Cuando me he dado cuenta de cuál era el objeto de sus saltos y “caricias”, ya era tarde.

Una vez antes había visto un comportamiento similar en otro animal: Pau, el gato caza-ardillas que vivía simbióticamente en Can Catarí y aledaños, que se entretuvo con un topillo dándole golpes con las zarpas antes de comérselo. Pero Aire no se ha comido a la mantis (y supongo que el paisano ilerdense tampoco se comió a su perro –de hecho, lo dejó agonizando para que muriera solo).

En ambos casos, pues, se trata de muertes gratuitas, en el sentido de que no eran necesarias para la supervivencia del animal que mató al otro. ¿Por qué entonces una me produce repugnancia y la otra sólo una sensación de que se podría haber evitado?

Vamos a examinarlo. ¿Realmente son tan similares ambas formas de matar? A primera vista pueden parecerlo, pero en el fondo no lo son.

El salvaje humano actuó con deliberación sostenida: primero, atando al perro al parachoques, metiéndose en el coche, arrancándolo, acelerando hasta una velocidad imposible para el animal indefenso y manteniendo la tortura un tiempo que calculó suficiente para matarlo por estrangulamiento, contusiones y abrasión; luego, parando el coche, bajándose, soltando del parachoques al perro agonizante, llevándolo junto a una autovía para dejarlo ahí tirado y marcharse –quién sabe si con la satisfacción del deber cumplido.

Probablemente no faltarán vecinos que digan, al enterarse de la noticia, “Pero ¿cómo? ¿El Pep, hacer eso? ¡Qué va! ¡Si es un tío majísimo!”.

Por contra, Aire actuó de manera poco hábil, sí, pero en un sentido radicalmente diferente al energúmeno: con inocencia. Aparte de su habitual espíritu hiperactivo y juguetón, quizá hubiera también curiosidad natural ante algo que no había visto antes. El incidente salió mal para la mantis, pero no hubo maldad porque no hubo intención de dañar o matar.

Hay muertes y muertes, igual que hay matadores y no-matadores (porque no hay identidad).

¿Dónde se pide la nacionalidad canina?

(O de mantis, que al fin y al cabo es lo mismo: todos son ciudadanos de Sinidentistán).

lunes, 4 de octubre de 2010

Paisaje con pinos


Ahora que he regresado después de estar unos días en la ciudad, me pregunto por qué no es lo mismo meditar sobre la fuerza de la vida ahí que aquí, en el campo. Después de todo, cuando paso por Madrid no vivo en el centro sino en un barrio periférico, y desde la ventana de mi cuarto veo olmos, almeces, abetos, cedros y otros árboles, junto con gorriones, palomas y urracas. Debería ser igual, pero… no es lo mismo.

La respuesta, creo, tiene que ver con la experiencia de la naturaleza como una presencia constante, que acompaña sin interrupciones. Es algo que no ocurre cuando esos árboles y pájaros aparecen como brotes aislados en un paisaje dominado por el asfalto de las calles, el cemento de las aceras, el ruido de los coches y las voces de las personas que pululan por todos sitios, atareadas como hormigas y disimuladamente alocadas como pollos sin cabeza.

Aquí es otra cosa, a pesar de que cognitivamente la abundancia de pinos, a exclusión de casi cualquier otra especie, me resulta aburrida.

Paseando por el campo con los perros, me siento en una unidad especial con la naturaleza: como si esa naturaleza fuese el devenir de la fuerza de la vida y yo simplemente un punto que se mueve en el trasfondo de ese devenir –algo similar a la respiración que usamos como ancla en nuestras contemplaciones.

Eso es todo: la vida al fondo y un ritmo que parece ocupar el primer plano, caminando, respirando… siendo sin más… o no siendo, y dejándose envolver de vez en cuando por la unidad que todo lo abraza.

viernes, 1 de octubre de 2010

El mundo al revés

Caminando por el parque, padre e hijo llegan a un gran árbol, rodeado por una jaula de puntas afiladas en su borde superior.

El niño se vuelve al padre y le pregunta: “Papá, ¿por qué le han puesto al árbol en una jaula? ¿Es peligroso?”