domingo, 30 de mayo de 2010

¿Qué vino primero...?

Siguiendo el hilo de mi entrada-divagación anterior, retomo una frase de Samuel Butler recogida en el blog de Shan-jiàn:

“La gallina no es más que la manera que un huevo tiene de hacer otro huevo”.

Me encanta esa manera de trastocar las prioridades y darles la vuelta, usando en este caso el pensamiento lateral gallináceo.

En esencia, es lo mismo que dice Richard Dawkins, el pope de la biología evolutiva actual, sólo que cambiando los protagonistas: cada ser humano no es más que una estación de paso en la longeva trayectoria de los genes que lo componen.

(Curiosamente, y si mal no recuerdo, Dawkins omite citar a Butler entre los reconocimientos de deuda intelectual que incluye en su libro El gen egoísta; ¿de verdad no lo conocía?).

Si trasladamos el mismo mecanismo a la condición humana, pero ahora en sentido dhármico, ¿no podríamos decir también que la vida del aparente individuo no es más que la manera que la clara luz no diferenciada (al nacer) tiene de generar más clara luz (al morir)?

Quizá no sea una analogía perfecta, ya que la clara luz no se “genera”; pero para mí lo interesante es que, si lo vemos así, ponemos las peripecias de la vida del aparente individuo en el mismo nivel de irrelevancia que las de una gallina común.

Hmmm… chocante, ¿no?

Pero, en el fondo, ¿no es ésa una medida más ajustada al Dharma de lo que importan los detalles mundanos de nuestras vidas? Que uno sea rico o pobre, guapo o feo, alto o bajo, incluso catalán o madrileño… ¿qué más da? La biografía de cada cual –ese tesoro tan preciado, que merece toda nuestra atención y cuidados– no sería entonces más que un paréntesis en la clara luz… un hipo del universo.

Sólo importa una cosa: que la clara luz sea capaz de “crear” más clara luz antes de la muerte del aparente individuo que la encarna. Eso sí sería un acontecimiento relevante… reunir a huevo y gallina en un solo ser aparente.

¿Cómo llamaríamos a este bípedo implume ovo-gallináceo? Por ahora, pongamos que un ser humano despertado.

Intentaré ceñirme más al tema en mi siguiente entrada. Hoy igual he tomado demasiado Avecrem y se me ha subido a la cabeza.

¡Co-coro-cocóóó!

viernes, 28 de mayo de 2010

La red de Indra

En el Dharma, llega con suerte un momento en las prácticas en el que te queda claro por fin que no te estás ocupando de tu conciencia individual, con todos los contenidos específicos de tu biografía. Entonces la práctica cobra una dimensión mucho más profunda, porque de verdad sientes que al dedicarte a ella estás llevando de la mano sutilmente a todos los demás por el mismo camino. Ya no caminas solo por el ancho mundo.

Esta idea de que no hay seres individuales, porque la separación entre unos y otros es una ilusión, es un aroma constante en las enseñanzas del Mahayana. Sin embargo, no es fácil procesarla e integrarla en la meditación, porque para ello hace falta abstraerse de lo que experimentamos, de la evidencia de que las cosas son tal cual las percibimos, para abrirse a otra dimensión que se mantiene oculta detrás de las apariencias –y no sólo oculta en el espacio sino también en el tiempo.

De hecho, en las contemplaciones del Celo y, sobre todo, de Shén, estamos abriéndonos al contacto con experiencias atávicas que no son “nuestras” en sentido estricto, pero tampoco son ajenas del todo, ya que podemos evocarlas desde dentro de nuestra mente. Es cierto que ese contacto con las experiencias latentes en la mente puede resultar esquivo e impredecible, pero al final la propia ambigüedad entre lo que es “mío” y lo que es “de la especie”, por así decirlo, socava aún más cualquier noción de que “yo” sea una persona individual, con una esencia sustancial y duradera. Para mí, la imagen que mejor lo explica es la red de Indra:

Muy lejos, en la morada celeste del gran dios Indra, hay una red maravillosa que ha sido colgada por algún ingenioso artífice de tal modo que se extiende indefinidamente en todas las direcciones. De acuerdo con los suntuosos gustos de las deidades, el artífice ha colgado una joya brillante en cada “ojo” de la red, y como la red es infinita en todas las direcciones, las joyas son infinitas en número. Allí cuelgan las joyas, brillando como estrellas de primera magnitud, en una vista maravillosa de contemplar. Si ahora elegimos al azar una de estas joyas para inspeccionarla y la miramos de cerca, descubriremos que en su pulida superficie se reflejan todas las otras joyas de la red, infinitas en número. No sólo eso, sino que cada una de las joyas reflejadas en esta joya refleja a su vez todas las demás joyas, de suerte que se produce un proceso de reflexión infinito.

Si sustituimos las joyas por experiencias humanas que resuenan y se comunican unas con otras (como ocurre en la práctica), diría que así es como me siento tras las contemplaciones: suspendido en un espacio-tiempo infinito, implicado en una malla impersonal de ilusiones que surgen, se alimentan mutuamente y se multiplican sin cuento, insustancial en el fondo pero infinitamente acompañado… de camino a experimentar la propia “flotación” de esa red sin identificarme con ninguna de sus partes.

viernes, 21 de mayo de 2010

Ruiseñores psicotrópicos


Uno de los beneficios colaterales de vivir en Can Catarí es oír los cantos de los ruiseñores en primavera. Al oírlos a todas horas, mañana, tarde y noche, uno tiene tiempo de empaparse de esa música lo suficiente para dejar atrás su melodía e ir más allá, a las raíces de donde brota el canto. Es una práctica que tiene algo de mágico, casi como un viaje psicodélico, pero os aseguro que no me he “metido” nada para realizarla aparte de las meditaciones del Dharma.

¿Qué tiene el canto del ruiseñor, que tan revelador me resulta? Aparte de la literatura que lo celebra, yo sólo conocía de oídas su reputación como cantor, y no ha sido hasta hace poco, al oírlo en vivo una y otra vez, cuando he entendido lo que de verdad me sugiere esta criatura como ningún otro pájaro, que yo sepa.

Es cierto que ya conocía el canto del mirlo, que anuncia la llegada de la primavera en la meseta con un canto algo más sobrio y denso, que recuerda a la sonoridad del clarinete. Pero, por algún motivo, por mucho que lo disfrute, no tiene los mismos efectos sobre mí. Sólo ahora me he dado cuenta de lo que me estaba perdiendo sin ruiseñores en mi vida.

No se trata del mero placer estético de oír sus inverosímiles cabriolas vocales –silbidos, trinos y gorjeos que se suceden en una gloriosa anarquía. Tampoco se debe a la agradable asociación con la oscuridad y frescura de estas noches de mediados de mayo que ya invitan a quedarse al aire libre, después del invierno largo y riguroso, y simplemente escuchar a cielo abierto, bajo la inmensa cúpula de las estrellas, esas voces que cobran mayor relieve ante el silencio reinante por doquier.

Es algo más sutil que detecto en esas arias imprevisibles, como al trasluz de sus notas: un cantor fundido con su canto, como si fuera un surfista montado en la cresta de una ola que se va desplegando ante él sin que sepa, de un momento a otro, por dónde va a romper… Un cantor que se disuelve en el canto y le cede el poder, pero aún retiene suficiente conciencia para asombrarse ante lo que está pasando…

Ése parece ser el secreto del ruiseñor: la pura experiencia del canto vivida como una sorpresa constante, sin plan ni proyecto, que responde al impulso natural de cada momento sin detenerse en ello, sino sumando a esa corriente que fluye desde dentro el asombro ante sus resultados… asombro que a su vez refresca e impulsa el canto hacia delante en un bucle gozoso. El canto se canta sin cantor alguno. Qué maravilla.

Así que ahora puedo responder a la pregunta que me hacía para empezar: ¿qué es lo que me conmueve del canto del ruiseñor?

Si dijera que es la ausencia de cálculo y de identidad, sería verdad, aunque sólo en parte.

Lo mismo ocurriría si afirmara que me resuena profundamente porque es una demostración práctica del Dharma natural.

En el fondo, lo que me conmueve del canto del ruiseñor es lo que sugiere: el aroma de cómo puede ser la experiencia de la mente pura liberada de su esclavitud cognitiva.

Todo esto me enseñan los ruiseñores sin intentarlo ni quererlo, sin ni siquiera darse cuenta. Ni falta que les hace. ¡Bendita ignorancia la que rinde estos frutos!

domingo, 16 de mayo de 2010

En la variedad está el... ¿disgusto?

El otro día, mientras me asomaba a la ladera desde el balcón de Can Catarí Nou y constataba la proliferación de hierbas y plantas de todo tipo que estaba volviendo a cubrir las zonas que desbrocé a brazo partido, con innegable heroísmo, hace unos años, me vino a la mente una pregunta:

¿Por qué hay tanta variedad de formas de vida? ¿Por qué no puede haber nada más “plantas”, o a lo sumo “hierba” y “árboles”? ¿Por qué, en vez de eso, tiene que haber hinojo y lentisco, garriga y cardos, zarzas y pinos, diente de león, olivos, hiedra, margaritas, encinas, trigo y cebada silvestre, esparragueras… y decenas de otras especies, cuyo nombre ignoro?

(En realidad, la pregunta tomó más bien la forma de un “¿Por qué **** hay tanta variedad…?”, pero tampoco hay que cebarse en los detalles).

Claro que era mi remolona identidad de confusión la que se hacía estas preguntas, suspirando ante la perspectiva nada apetecible de enfrentarse de nuevo a un segundo desbroce... que, por supuesto, tampoco sería definitivo. Y es que, aunque a corto plazo el humano se pueda imponer, a la larga la naturaleza suele acabar prevaleciendo, porque es una fuerza formidable e inasequible al desaliento, a la que nada distrae de su única misión, que es crecer y multiplicarse, como dice el Génesis.

En definitiva, parece como si todo mi esfuerzo de limpieza no hubiera servido para otra cosa que para darle más empuje a la naturaleza, que ahora se despliega exultante y vuelve a reclamar para sí los espacios que le había arrebatado. Ni que decir tiene que me sentí muy poca cosa, como David contra Goliat (o el Valladolid contra el Barça), ante el triunfo evidente de esa fuerza ciega; un triunfo más rotundo si cabe ahora gracias a los chaparrones y los primeros calores de esta primavera, refrendado por la unanimidad entusiasta con la que todas las plantas se han lanzado a recuperar el terreno perdido.

Pero, más allá de mis lamentaciones, la pregunta no sólo tiene sentido sino que además ofrece una respuesta bastante probable. ¿Por qué tanta variedad? Porque la naturaleza desarrolla su programa de supervivencia con previsión y prudencia, sin poner todos los huevos en la misma cesta.

Eso significa que, en un entorno en constante transformación donde nunca se sabe qué puede ocurrir, lo más seguro es generar distintas especies, cada una con su configuración específica de puntos fuertes y débiles, para que ante un cambio drástico en las circunstancias no sucumban todas a la vez. Cada especie sería entonces como un ensayo más en la larga carrera de prueba y error que es la evolución de la vida en este tercer planeta del Sol: un experimento inacabado, sí, pero no inacabable.

En ese sentido, lo importante es que la vida siga adelante, sea cual sea la forma particular que tome, y no la fortuna individual de una especie concreta, ni siquiera del ser humano. Desde el punto de vista de esa fuerza inteligente que alienta en todos los seres vivos y reacciona adaptando sus genotipos y fenotipos a los cambios del ambiente, los aparentes individuos somos prescindibles, desechables, meras anécdotas en la gran corriente viva que habita el planeta. Si nosotros nos vamos, otros ocuparán nuestro lugar, como sostenía ese documental sobre insectos que hace ya muchos años llegó a los cines españoles con el ominoso título de Heredarán la tierra.

Nos guste o no, para la naturaleza, la vida, o como quiera que la llamemos, no importa si en un momento dado lo único que sobrevive en la tierra son las cucarachas o, por el contrario, el elenco más selecto y refinado de bailarines y bailarinas del ballet Bolshoi; ella seguirá adelante con lo que haya a mano, tenga las patas que tenga.

Por contra, los humanos hemos acumulado un poder de destrucción inimaginable y probablemente estamos ya en posición de aniquilar toda forma de vida y convertir a la tierra en un pedrusco sideral yerto y desolado. Ahí le superamos sin duda a la naturaleza, aunque sea un mérito más que dudoso. En cambio, cuando llega el momento de crear no somos más que una sombra pasajera en comparación con ella, sobre todo si lo hacemos enfrentándonos a sus impulsos –como sólo los humanos somos capaces de hacer– o si esa “creación” no nace enraizada y alimentada por la fuente misma que nos presta la vida a todos los seres.

Es algo que intentaré tener presente si en algún momento, desatendiendo el sentido común, me animo a desbrozar esa ladera otra vez.

lunes, 10 de mayo de 2010

A beber, que son dos días

Hace un instante, mientras subía la escalera al segundo piso de Can Catarí Nou, me he dado cuenta de que estaba sonriendo de oreja a oreja. ¿Por qué? En primera instancia, porque oía a dos de nuestros perros, Apolo y Lluna, bebiendo agua al alimón con alegre chapoteo. Así de sencillo, y así de tonto. Pero hay algo más.

Los dos acababan de entrar en casa de nuevo después de una inesperada correría de medianoche. En medio de la paz nocturna, cuando se supone que todos duermen ya, se habían puesto a ladrar agitadamente ante la puerta. Bajé, pensando que probablemente estaban ladrando por la presencia de jabalíes en el pequeño bosque que bordea la masía.

Era natural que quisieran defender su territorio, ¿no?, así que les abrí la puerta y ambos salieron disparados hacia fuera.

Yo les seguí con más calma. Hacía una noche maravillosa, con una tenue neblina húmeda pegada al suelo por la lluvia caída esta tarde bajo un cielo despejado en el que se divisaban con nitidez las estrellas. Olía a tierra mojada y a champiñones o algo similar, desenterrado quizá por los jabalíes.

Apolo desapareció cojeando entre la bruma irisada por un farol, olvidándose de su apatía de hoy y del dolor de su pata trasera; mientras tanto, en la oscuridad se oían los cascabeles de Lluna en medio de la espesura, asegurándose de que ningún jabalí invasor quedara impune. Por el silencio estaba claro que ni siquiera llegó a haber una escaramuza, pero ambos estaban totalmente volcados en su misión de intercepción, cada uno a su manera, así que los dejé estar.

Confiando en nuestros perros, me volví adentro, permitiendo que ellos dos también ejercieran sus funciones de guardianes y guerreros del Dharma. Me cepillé los dientes y al salir del baño ahí estaban en el cuarto de estar, lamiendo con estrépito unísono el agua de los baldes, casi diría que con la satisfacción del deber cumplido. Pasé de largo, apagué la luz, subí las escaleras, y ahí seguían, dale que te pego con el agua.

Eso, la alegría de ver la naturalidad de sus acciones, fue lo que me provocó la sonrisa: ladrar a deshoras, salir corriendo con entusiasmo a perseguir sombras olvidándose de que uno está cojo, volver a casa cuando quieren ellos y no yo, beber ya esté la luz encendida o apagada... qué libertad.

Amigos Shanes, no os preocupéis por nosotros: con Apolo y Lluna, estamos en buenas zarpas. Son maestros involuntarios a todas horas y nos protegen celosamente del jabalí de la ignorancia de nuestra propia fuerza natural, siempre que estemos dispuestos a abrirles la puerta de nuestra mente-corazón.

Las malas artes del bonsai



Antes he hablado del impulso humano manchado de domesticar la naturaleza, reduciéndola a nuestra misma condición... Y es que, como dicen los anglosajones, misery loves company: a la desgracia le encanta sentirse acompañada.

Esa domesticación no sólo se aplica a las mascotas, sino que algunos, en su funesta inventiva, también han encontrado la manera de extenderla a los árboles. ¿Cómo iba a ser de otra manera? Nos hemos alejado tanto de la vida natural que un simple árbol, inofensivo por lozano y soberbio que sea, parece una denuncia tácita de nuestra condición disminuida y una amenaza a nuestra autoestima como especie dominante.

Así es, sin duda. ¿Qué se habrán creído esos árboles? ¿Cómo se atreven a ser más altos que nosotros, a sacar su follaje y perderlo sin nuestra supervisión o permiso, a sobrevivir a sequías, rayos y vendavales, a brotar de las mismas piedras? Hay que parar esa locura... ¿Cómo? Muy fácil: hagámoslos enanos y dependientes, a nuestra imagen y semejanza. Hagamos bonsais.

No sé ni me imagino a quién demonios se le ocurriría esta idea por primera vez: tomar algo que en la naturaleza es absolutamente sublime, desterrarlo del hábitat que le es propio, transplantarlo a una mísera maceta, y ahí interferir con sus patrones de crecimiento y desarrollo natural, manipulándolo de diversas maneras supuestamente ingeniosas... Y todo, ¿para qué? Para convertirlo en un tullido, en un penoso remedo de lo que podría ser. ¡Digno triunfo de la mente mezquina que lo concibió!

La jugada casi recuerda a la de esos mendigos que atan e inmovilizan a sus bebés, forzándolos a contorsiones imposibles para causarles malformaciones. Así, una vez han sido apropiadamente lisiados de por vida, podrán suscitar la conmiseración de los transeúntes cuando crezcan y empiecen a mendigar y eso les permitirá arañar la suficiente limosna para no morirse de hambre: un ejemplo literal de “deformación profesional”.

En el bonsai también se aprovecha la pugna constante del árbol por crecer de acuerdo con lo que le dicta su propia naturaleza. Sólo que, ¿qué necesidad tiene el árbol de que alguien se apiade de él y le eche unas monedas? ¿O, visto de otro modo, de que alguien lo admire? El árbol sólo “quiere” ir a lo suyo, desplegando el programa de nacimiento, crecimiento, reproducción y muerte que le es inherente.

De esa manera retorcida, la lucha de la naturaleza por salir adelante con los medios a su alcance no hace más que jugar a favor del “bonsayista”, que gracias a ese impulso ciego puede modelar a su víctima de acuerdo con su capricho y exhibirlo como un triunfo de su propia voluntad y pericia. Qué abominación; pero qué revelador también sobre el trato que le damos al empuje vital, incluso al que alienta en nosotros mismos.

¿Qué necesidad tenemos de producir sucedáneos inferiores de la vida que brota espontánea y gratuitamente alrededor de nosotros? ¿Qué necesidad hay de dejar nuestra mancha humana en todo lo que hacemos, o de imponérsela a lo que aún no podemos imitar?

Con razón los bonsais nunca me han producido admiración, sino la misma mezcla de repugnancia y tristeza que también siento ante los animales amaestrados del circo, reflejos mortecinos de una mente enferma.

Pero, aparte del rechazo que puedan generar, estas formas torturadas nos deberían recordar algo importante: que la misma mente manchada y la misma vida natural que interactúan de forma nefasta en el bonsai también están presentes dentro de cada uno de nosotros, enfrentadas de la misma manera.

Por eso, en nuestras manos tenemos una elección tremenda: la posibilidad de vivir de acuerdo con el potencial natural del ser humano... o, por el contrario, de malgastar nuestra vida al servicio de la identidad y acabar convertidos en un engendro jibarizado.

¿Cuál de las dos elegiremos?

sábado, 8 de mayo de 2010

¿La "república independiente de tu casa"?

Cuando pienso en nuestra relación con los animales de compañía, empiezo a darme cuenta de cosas que antes me habían pasado desapercibidas. Esta reflexión abre un ángulo interesante, porque reúne por un lado a la naturaleza, representada por los animales, y por otro a los humanos, que supuestamente hemos superado el estadio natural en nuestra evolución para llegar a otro más “avanzado”.

Es evidente que ni los canarios, los hamsters o los gatos saben poner lavadoras, manejar la Thermomix ni programar la tele para grabar películas a las 2 de la madrugada; pero ¿los convierte eso en inferiores?

Hace tiempo que en Occidente consideramos un avance el habernos separado de la naturaleza. Los mitos fundacionales de nuestra cultura así lo reflejan, desde el proto-hombre Adán que se enseñoreó de la Creación por mandato divino a los héroes griegos que se dedicaron a limpiar el mundo de monstruos, hidras y gorgonas para hacerlo más habitable a sus semejantes. Otro gallo nos cantaría si fuésemos chinos, por ejemplo, y contáramos con un legado daoísta de unidad con la naturaleza; pero, para nosotros, habernos salido de la masa amorfa de la vida natural equivale a una emancipación.

¿Y qué fue lo que ganamos a cambio de dejar atrás a la “madre naturaleza”? Una respuesta obvia es la posesión de un hogar propio.

Antes, en las cuevas prehistóricas, los humanos primitivos convivían unos con otros, todos juntos y más o menos revueltos, en contacto con el mundo natural. Más adelante, las tiendas de los indios de las praderas o las yurtas de los mongoles muestran cómo eran las viviendas de los cazadores-recolectores: frugales, naturales por sus materiales de construcción y poco propicias al apego por el hecho de que cada cierto tiempo se desmontaban para cambiar de asentamiento.

Sin embargo, la suerte cambió con la llegada del sedentarismo y sus casas fijas. Una casa estable ya es un bien duradero, que se puede poseer (a costa de excluir a los demás) y al que uno se puede apegar. Hoy, la casa es el espacio de la identidad por excelencia, donde el guerrero urbano encuentra su reposo tras el largo combate en la oficina o el tajo. Como decía una reciente campaña publicitaria de gran éxito: “Bienvenido a la república independiente de tu casa”.

Uno de los problemas de ese espacio “independiente” es que nos separa de todo lo natural que es nuestra herencia. Ahora, la casa es la línea de batalla donde los humanos trazamos la división entre nuestro espacio y lo de fuera, incluyendo lo natural. Ahí dentro, incluso la persona más sensible y amante de los animales se siente justificada a la hora de matar insectos, ratones y cualquier forma de vida que le moleste. Después de todo, nos lo hemos ganado, ¿no?, ¡para eso somos superiores! Y con esas cuatro paredes bien cuadradotas y el cacho techo que las corona, ¡que no digan que se puede confundir con un espacio orgánico!

Pero, para no notar demasiado el ahogo que supone haberle dado la espalda a nuestras raíces de convivencia con toda la vida, contamos con nuestros animales de compañía: perros, gatos, jilgueros, conejos... hasta iguanas y gusanos de seda. Otra posesión más que unir a la colección que ya tenemos en casa: muebles, electrodomésticos, cd’s y dvd’s... (y quizá también... ¿la parienta?... ¿los niños?).

Sólo les exigimos una cosa para admitirlos en nuestro Club Méditerranée privado: que acepten que se les domestique.

¿Y qué es esa domesticación? Cortar, abortar y alterar sus comportamientos naturales para acomodarlos a nuestro hábitat no natural. En definitiva, tratarlos como si fueran bonsáis animales.

A veces me imagino lo que podría pasar si, en vez de domesticar así a los animales, les permitiéramos que ellos nos “des-domesticaran” a nosotros. No sería cuestión de asalvajarnos en el sentido de andar a cuatro patas, comer a dentelladas e ir cagando por las esquinas, sino de entrar en contacto con esa primogenitura natural que sacrificamos por un plato de... ladrillos.

En ese caso, igual podríamos experimentar de nuevo algo de la alegría desinteresada, el compañerismo genuino y la dedicación a los demás que nos corresponden y que aún se pueden vislumbrar entre las gentes de algunos países considerados subdesarrollados... y tienen raíces entre algunos de esos animales “inferiores”.

En realidad, nuestras casas no son espacios inertes, sino que ejercen una influencia sutil sobre las mentes que las conciben como algo real y permanente. Porque, bien visto, ¿quién ha domesticado a quién? Tristemente, son nuestras casas (en realidad, la mente que las concibe como casas) las que nos han domesticado a nosotros. Y ahora nosotros les queremos hacer lo mismo a los animales.

¿Por qué no dejamos que la vida animal y vegetal que aún nos rodea devuelva las cosas a un cauce más natural y acorde con el verdadero potencial del ser humano en su sentido más profundo?


¡Al cuerno la "república independiente de tu casa"! Bienvenido a la ancha tierra que compartimos con todos los demás seres vivos bajo un mismo cielo.

sábado, 1 de mayo de 2010

Charlie el Coyote



El otro día pasé por delante de la veterinaria local y vi expuestos en su escaparate una multitud de complementos para perros y gatos. ¡Qué locura! Ya hay hasta bolsos para llevar gatos que imitan las apariencias y acabados de los bolsos de moda de lujo. Supongo que serán para gatos “de lujo” (al menos en las mentes de sus dueños, claro).

Sigo preguntándome qué es lo que la gente busca cuando decide adoptar o comprar un animal. ¿Es siempre tan generoso como se considera socialmente? Cuanto más lo miro, más me parece como si fuese un remedio para las carencias de la vida moderna en vez de un ejemplo de verdadera unidad con la vida natural.

Hay un afamado entrenador de perros que cuenta cómo creció en una granja en México donde los perros vivían en relación simbiótica con los humanos: estaban aparte de ellos, pero los acompañaban en ciertas faenas del campo (como cuando las mujeres iban a recoger agua) a cambio de recibir algunas sobras de comida. Por lo demás, vivían a su aire, estableciendo sus propias normas y jerarquías sin interferencia externa.

Su sorpresa fue grande cuando se mudó a una ciudad mexicana y vio el contraste con los especímenes urbanos, alejados de su hábitat natural. Y la sorpresa se tornó mayúscula cuando más adelante empezó a trabajar en una peluquería canina en California, cuyos clientes pagaban hasta 500 dólares para que les cortaran las melenas a sus mascotas. A pesar de todos los lujos y cuidados (o precisamente por ellos), esos perros por regla general estaban completamente neuróticos y eran mucho menos felices que sus congéneres semisalvajes de la granja de su infancia.

Ahí vio la triste realidad del desencuentro entre humanos y perros. Para él, lo que un perro necesita de su dueño o cuidador humano es, por orden de importancia, ejercicio, disciplina y cariño. En cambio, las estrellas del celuloide y la televisión que conoció en Hollywood, inmersos en vidas de mucho trabajo y mucho estrés, invertían ese orden: al no tener tiempo disponible para pasear con ellos ni ganas de ponerse firmes para entrenarlos, intentaban compensar esos déficits con una sobredosis de cariño, expresado de las maneras más extravagantes y ajenas a las verdaderas necesidades del animal, que lo convertían en un sucedáneo de niño malcriado. Qué disparate.

Claro, que hay otros que se van al extremo opuesto y, en vez de “humanizar” a sus mascotas, buscan nuevas especies que les puedan suministrar la excitación de estar en contacto con una vida más salvaje. Pero, al final, eso sigue siendo un divertimento para la identidad, con lo cual las verdaderas necesidades de los animales quedan relegadas a un segundo plano. Mirad por ejemplo la entrada que he encontrado en internet mientras buscaba fotos de perros mimados para el blog:

Éste es Charlie el Coyote disfrutando de una oreja de cerdo ahumada (se refiere a la foto de arriba). Igual que el típico perro doméstico mimado, Charlie es tan mono y listo en plan coyotuno que querrías llevártelo a casa y ponerlo en el sofá, ¿no? A mí desde luego me apetece.

Sólo que Shreve, la mujer que lo crió, no quiere que creas que criar a un coyote es tarea fácil. Por ejemplo, Charlie el Coyote –en su inagotable listeza coyotuna– se aburre con facilidad. Charlie es capaz de abrir y cerrar el grifo de la cocina, una y otra vez, para provocar a su aburrido compañero humano. Puede encender el aspirador robótico con su morro. Puede abrir los armarios de la cocina y sacar todas las ollas y sartenes para luego apilarlas en el centro de la habitación. Tampoco acepta a nadie más que a sus dos compañeros humanos, y a perros que sean amistosos.

Probablemente sería capaz de ahogarme mientras duermo. O de ganarme cada vez que juguemos a los barcos. O de engañar a mi chihuahua para que nade por la parte profunda de la piscina.

Así que, amigos, disfrutemos de este guapo coyote a la vez que tenemos presente que los coyotes no son buenas mascotas. Sobre todo, porque borrarán vuestros programas favoritos de la televisión a la carta cuando no estáis en casa.

La entrada ha merecido dos comentarios hasta la fecha. ¿Sabéis lo que pregunta el primero, nada más empezar?

¿Sabes dónde puedo conseguir un coyote como mascota?