lunes, 25 de abril de 2011

Doble fertilización

Estoy en la ciudad, en casa de mi madre, y abro las ventanas para que se ventile la habitación. Poco a poco, traídas por la brisa de primavera, van entrando algunas semillas (o sámaras) de los olmos que jalonan las aceras y se depositan en el suelo.

Me acuerdo entonces de Can Catarí y las nubes de polen, tan densas que parecían humo, que salían entre los pinos al soplar el aire.

Es primavera y las plantas han retomado su ciclo reproductivo, con independencia del destino de sus semillas, ya sea la tierra húmeda del pinar en la cordillera o la barrera infranqueable de asfalto, adoquines y cemento que los humanos extendemos como una alfombra allá donde nos asentamos y que interrumpe el ciclo vital de los olmos.

Todo este baile de semillas que flotan por los aires me hace sentirme extrañamente unido con la vida, y a la vez aleccionado por estos seres sintientes hermanos que no necesitan ningún premio o recompensa para seguir haciendo lo que les es propio y natural, sin alborozarse cuando hay frutos aparentemente buenos ni derrumbarse cuando no los hay.

Ellos tienen una especie de ecuanimidad y tesón naturales. Nosotros tenemos que ganárnoslo, pero, eso sí, trabajando con desapego hacia el fruto de nuestras acciones, igual que los pinos, los olmos, y tantos y tantos seres vivos que a veces parece como si estuvieran aquí para ser nuestros mejores y más fieles maestros.


martes, 12 de abril de 2011

Mushotoku

He terminado de trabajar con cemento hace un rato cuando me he dado cuenta de una cosa: ahí, subido en una escalera, ocupado en algo que no es para mí y que igual no va a ser apreciado o ni siquiera usado por sus destinatarios finales (que son unos perros muy majos pero despreocupados), es cuando más cerca he estado últimamente de la propia naturaleza.

No es así solo porque estuviera al aire libre, soleándome bajo el cielo azul, rodeado del zumbido de las abejas y los cantos de los ruiseñores… Es porque en esa condición estaba más en sintonía que nunca con esos insectos y aves, con esos árboles y flores… simplemente, porque durante un rato he estado sin identidad –o casi.

Es curioso, pero parece que solo consigo desprenderme de esa identidad cuando hago las cosas con ese espíritu que en japonés se llama mushotoku –sin ánimo de lucro (esta expresión es una de las pocas cosas que me han quedado de mi paso por el Zen). 

Por ahora prácticamente todo lo que hago –desde ir al baño hasta dormir– sigue impregnado de esa peste; no creo que haya una sola acción o pensamiento diario donde me libere del todo de esa carga. Solo en el trabajo desinteresado en beneficio de otros encuentro ese espacio vacío y generoso donde puede respirar la no-identidad. Es un truco, sí, pero funciona por ahora y apunta en una dirección interesante.

Los animales, en cambio, son superiores, porque ellos sí son capaces de recolectar polen, por ejemplo, y hacerlo sin egoísmo de la identidad… o de cantar para aparearse solo con la propia naturaleza, sin interferencias de un “yo, mí, me, conmigo” que planea y calcula los beneficios que va a obtener.

A veces parece que la distancia que me separa de ellos es infinita... y a veces, parece que casi los puedo tocar con la punta de los dedos... siempre que no sean “mis dedos”.

Si todo esto parece complicado, las reclamaciones, por favor, a Adán y Eva. ¡En vaya lío nos metieron...!