lunes, 4 de octubre de 2010

Paisaje con pinos


Ahora que he regresado después de estar unos días en la ciudad, me pregunto por qué no es lo mismo meditar sobre la fuerza de la vida ahí que aquí, en el campo. Después de todo, cuando paso por Madrid no vivo en el centro sino en un barrio periférico, y desde la ventana de mi cuarto veo olmos, almeces, abetos, cedros y otros árboles, junto con gorriones, palomas y urracas. Debería ser igual, pero… no es lo mismo.

La respuesta, creo, tiene que ver con la experiencia de la naturaleza como una presencia constante, que acompaña sin interrupciones. Es algo que no ocurre cuando esos árboles y pájaros aparecen como brotes aislados en un paisaje dominado por el asfalto de las calles, el cemento de las aceras, el ruido de los coches y las voces de las personas que pululan por todos sitios, atareadas como hormigas y disimuladamente alocadas como pollos sin cabeza.

Aquí es otra cosa, a pesar de que cognitivamente la abundancia de pinos, a exclusión de casi cualquier otra especie, me resulta aburrida.

Paseando por el campo con los perros, me siento en una unidad especial con la naturaleza: como si esa naturaleza fuese el devenir de la fuerza de la vida y yo simplemente un punto que se mueve en el trasfondo de ese devenir –algo similar a la respiración que usamos como ancla en nuestras contemplaciones.

Eso es todo: la vida al fondo y un ritmo que parece ocupar el primer plano, caminando, respirando… siendo sin más… o no siendo, y dejándose envolver de vez en cuando por la unidad que todo lo abraza.

1 comentario:

  1. Las ciudades son entornos artificiales y no sostenibles. No están en equilibrio con la naturaleza sino excluyéndola, arrasándola... Los árboles colocados en ellas son como flores en un florero: naturaleza "casi" muerta.

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