sábado, 3 de diciembre de 2011

Flores de tierra

Como cada año tras las lluvias y los primeros fríos del otoño, las setas vuelven a aparecer en Can Catarí y sus alrededores.

Igual que en otras ocasiones, lo hacen acompañadas por otro tipo de fenómenos, que brotan con fuerza bajo nuestros pies cada vez que cae agua del cielo. 

Son los hormigueros, que surgen como flores de tierra en lugares insospechados: flores sin vida propia, pero señal de que hay vida bajo la superficie, combatiendo a su manera contra los rigores del clima.

Mirando estas flores de tierra no puedo dejar de admirar su simetría irregular y orgánica. Cada grano de tierra o arena que las forma lo ha transportado una hormiga que no sabía nada ni pensaba nada ni tenía plan maestro alguno más allá de seguir su impulso natural, sin deseos, sin expectativas, sin desaliento cuando vienen nuevas lluvias y se llevan por delante lo que tan laboriosamente ha construido.

A pesar de ello, es evidente que hay una inteligencia ahí, que no tocamos directamente sino que solo apreciamos por medio de sus consecuencias.

Paradójicamente, la engañosa ignorancia de las hormigas que construyen el hormiguero produce un resultado colectivo que armoniza y justifica cada esfuerzo individual aparentemente ciego. No he visto ni un hormiguero que pueda considerar feo, ni mejor o peor que otros. Son lo que son: nidos de hormigas que cumplen su función natural y nada más.

Luego pienso en nuestras ciudades humanas, diseñadas entre prestigiosos políticos, financieros, arquitectos, urbanistas, constructores y promotores –cada uno con su inteligencia, sus títulos y cualificaciones, sus planes miopes o visionarios, sus razones y excusas– y el resultado final a menudo es un caos cacofónico y venenoso. 


¿Por qué el resultado colectivo es superior a la suma de las partes en un caso y tan inferior en otro?

¿Qué es lo que tienen las hormigas que nosotros no tenemos?

¿Acaso lo tuvimos en algún momento y lo perdimos?

¿Es posible recuperarlo?

Todas estas preguntas me vienen a la mente tras mirar unos simples hormigueros.

Pensándolo bien, quizá estas flores de tierra no sean tan estériles después de todo si son capaces de provocar una reflexión que nos ponga en la senda de recuperar nuestra propia naturaleza, el camino de vuelta a casa –una casa sin lujos ni pretensiones, pero suficiente para albergar nuestra humanidad recobrada.




lunes, 17 de octubre de 2011

Apolo se apaga


Apolo, el doberman que acogimos hace dos años y medio, se está apagando lentamente por efecto de la misma leishmaniosis que se llevó a Dunkel hace unas semanas apenas. Esta tarde temblaba visiblemente, sin que haya empezado a hacer frío aún.

Hace poco me he dado cuenta de que en casi todo lo que me rodea aquí acepto bastante bien la impermanencia, pero en el caso de Apolo aún siento la punzada del apego.

Enfermo y todo, Apolo sigue manteniendo el mismo porte aristocrático que entre nosotros le ha valido el apodo de “el Príncipe”. Y es que es un animal noble, de aspecto imponente pero naturaleza amable –excepto en la protección de su espacio cuando está tumbado, situación en la que no admite la cercanía de otros perros, a los que advierte con gruñidos y ladridos feroces.

Recuerdo el día que llegó a Can Catarí junto con Lluna. Nos vimos, lo saludé, le hablé con voz tranquila para darle la bienvenida y le hice unas caricias. Pasadas las presentaciones, en un momento me puse de cuclillas a su derecha mientras estaba sentado y le rodeé con el brazo; entonces giró la cabeza inesperadamente y me pegó un lametón en la mejilla. Desde entonces, no me ha vuelto a lamer ni una sola vez, pero nunca en todo este tiempo he tenido la más mínima duda de su lealtad, sellada con ese único gesto.

Recuerdo nuestro primer paseo por la urbanización. Después de llevarlo sujeto con correa por el asfalto, lo solté cuando llegamos al camino del bosque que lleva a Can Catarí Vell. Enseguida salió corriendo, liberando toda su energía contenida, y me entró la duda de si habría hecho bien al dejarlo suelto. Pero a los quince o veinte metros se paró y miró atrás para comprobar que estaba ahí y esperarme. Ya no nos separamos.

Desde entonces hemos dado un sinfín de paseos en los que le he visto corriendo con los ojos brillantes, la boca abierta y la lengua colgando entre los dientes, casi diría que sonriendo: la viva imagen de una felicidad natural que los humanos pocas veces alcanzamos.

Recuerdo también una pelea con Nantú, en la que, después de que fracasara el recurso del manguerazo, me interpuse para separarlos y él dejó de pelear al instante aunque el sharpei le seguía atenazando la cola con sus poderosas fauces. Cuando pude desengancharlo, Apolo se dejó llevar mansamente a la masía, sangrando por la cola.

Pero tampoco era siempre un santo; como todo buen cánido, era un depredador oportunista, lo mismo haciéndose el distraído para dejarse caer hacia la pila del compost que aprovechando una ausencia momentánea para saquear la cocina y robar manzanas, dejando un olor tan fuerte que llenaba todo el cuarto de estar, lo que nos puso sobre la pista hasta darnos cuenta de que había devorado unas seis o siete en cuestión de minutos.

Por todo eso, nunca he podido dejar de sonreír internamente cuando la gente oía que teníamos un doberman y sin haber visto nunca a Apolo me preguntaba: “¡Hala, un doberman! Pero ¿no te dan miedo? Si dicen que se vuelven locos y hasta atacan a sus dueños”.

Presiento que Apolo pronto se reintegrará en la masa total y no diferenciada de energía que entendemos como vacía y en cambio permanente, a partir de la cual la mente fabrica sus ilusiones –en este caso, la ilusión de que una vez existió un doberman llamado Apolo, un humano llamado Jueshan y una separación entre la fuerza vital que los animaba a uno y otro.

Buen viaje, Apolo. 

lunes, 26 de septiembre de 2011

Adiós, Dunkel


Había recibido la noticia a través de una entrada en el blog de Shanjiàn, pero por algún motivo no quise hablar del asunto hasta despedirme en persona de ella.

Así que, cuando llegué aquí el viernes, bajé un momento al lugar donde está enterrada, al lado del almendro, junto a Lluna, y me senté a meditar un rato. Ahora, después de un retiro que ha ocupado el fin de semana, me pongo a recordarla.

Dunkel siempre fue distinta: la más curiosa al principio, luego se volvió reservada al manifestarse los signos de la leishmaniosis, que probablemente había contraído ya en el delta del Ebro. Pero no había ni rastro de resignación; la suya era una aceptación serena de su estado, llena de dignidad.

Mi última interacción con ella ocurrió de noche. Ella solía dormir en el piso de arriba, tumbada en el sofá del descansillo, al otro lado de la cortina de mi habitación. En duermevela, me pareció oír sus pasos repiqueteando sobre las baldosas –con esas uñas largas y curvas que tenía– camino del cuarto contiguo. Pensé que la puerta de la terraza estaría abierta y que podría salir sin problemas.

Pero no. Me di cuenta cuando noté su morro húmedo y frío en mi brazo –un leve toque, nada más. Luego, se fue a la puerta de la terraza de mi habitación y la rascó una vez, quedándose plantada ahí, esperando. No hacía falta más: el mensaje era nítido.

Por supuesto que me levanté para abrirle y dejar que saliera a hacer sus necesidades. Pero lo que más me impresionó fue la economía de gestos y la elegancia con que se condujo, estando como estaba en una fase muy avanzada ya de su enfermedad.

Dunkel actuó como una auténtica maestra budista, en línea con la anécdota del antiguo maestro Chan que se disponía a dar enseñanzas a sus discípulos cuando de repente una golondrina entró volando en la sala y acto seguido salió por donde había venido. El maestro exclamó: “¡Qué maravillosa lección sobre el Dharma! ¿Qué más se podría añadir?”, dicho lo cual bajó del estrado y se marchó, dando la enseñanza por concluida.

Dunkel también ha dado su enseñanza por concluida; para ella no fue un problema. Entonces, ¿cuál es el problema?

martes, 13 de septiembre de 2011

Se siente como CR9

¿Hay alguna duda de quién sale ganando en este siniestro espectáculo público?

http://www.elpais.com/articulo/sociedad/siento/Cristiano/Ronaldo/elpepusoc/20110913elpepusoc_2/Tes

Él (su identidad) se siente como Cristiano Ronaldo.

Él se siente como Dios.

Probablemente incluso sea capaz de ir a la iglesia y conmoverse ante el crucifijo que muestra a Jesucristo lanceado en el costado por un intrépido y noble soldado romano.

Y el toro... ¿qué siente?

Yo solo siento ganas de vomitar.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Los otros superhéroes


Cada vez que paseo por mi antiguo barrio me los vuelvo a encontrar, plantados ahí como si nada: olmos y plátanos que brotan con gran empuje desde la tierra y a menudo levantan con sus raíces los adoquines de la acera.

Cuanto más pasa el tiempo, más crecen y más destrozan. Son como un terremoto que ocurre a pequeña escala y en cámara lenta. Hacen que pasear sea un poco más incómodo, pero admito que me da bastante alegría verlos tan sanos e insumisos. Dan esperanza en que la naturaleza triunfa al fin de cuentas.

Los estropicios que crean en las calles me recuerdan a las transformaciones de los superhéroes de cómic –sobre todo a Hulk, aquí más conocido como “la Masa”, vestido con ropas normales que reventaba y dejaba hechas jirones en cuanto se transformaba en un titán de fuerza bruta descomunal.

De hecho, me pregunto si el impulso primigenio que despliegan estos árboles no fue lo que sirvió de inspiración en su día a los dibujantes, porque comunican en silencio el mismo sentido de potencia interior que primero cuartea y luego hace saltar en pedazos la camisa de fuerza que la constriñe.

Ellos no tienen a nadie que cante sus hazañas, aunque también se enfrentan a diario a los atropellos de una sociedad injusta. Pero no importa: ellos viven en unidad con toda la vida y no piden nada más. De ahí nace su enorme fortaleza.

La próxima vez que vayas por la acera y te tropieces en uno de los baches que provocan las raíces de los árboles, párate y pregunta quién tiene la “culpa”: ¿el árbol que solo sigue su propia naturaleza allí donde lo han plantado o el ayuntamiento, que se empeña en laminar su crecimiento natural con un mísero alcorque y un montón de adoquines, bordillos, alquitrán y cemento?

lunes, 6 de junio de 2011

Nada mejor que hacer

La mata de salvia lleva unas semanas en flor delante de la masía. Cada tallo alza unas flores moradas hacia el cielo, como si esperara visita.

Y la visita no tarda en llegar, y vuelve una y otra vez, como si se sintiera naturalmente bienvenida: docenas de abejas revolotean sobre la mata y pululan de flor en flor día tras día.

Una vez ahí, se toman todo el tiempo del mundo para realizar su tarea. Literalmente, no tienen nada mejor que hacer, y eso se nota.

Viendo el ballet aéreo de estas abejas, me doy cuenta de que no hay colisiones ni conflictos entre ellas... igualito que nuestro tráfico rodado y su esquivo arte del aparcamiento urbano.

Al mirarlas con un poco más de atención, me doy cuenta de que ninguna sigue un orden regular o sistemático: aterrizan en una flor, entran en ella y recolectan el polen o vuelven a ponerse en marcha, pero muy a menudo saltándose las flores más cercanas. ¿Será que son capaces de detectar sin posarse en ellas cuáles están vacías y cuáles no? Yo desde luego no puedo. Sin embargo, también veo que ni una flor se queda sin visitar y cosechar. 

Vistas una a una, las abejas parecen algo caóticas, pero en conjunto juraría que hacen un trabajo impecable... tan impecable como la salvia y todas las demás plantas y animales que viven libres en la naturaleza.

¿Por qué somos nosotros los únicos “pecables”?

lunes, 25 de abril de 2011

Doble fertilización

Estoy en la ciudad, en casa de mi madre, y abro las ventanas para que se ventile la habitación. Poco a poco, traídas por la brisa de primavera, van entrando algunas semillas (o sámaras) de los olmos que jalonan las aceras y se depositan en el suelo.

Me acuerdo entonces de Can Catarí y las nubes de polen, tan densas que parecían humo, que salían entre los pinos al soplar el aire.

Es primavera y las plantas han retomado su ciclo reproductivo, con independencia del destino de sus semillas, ya sea la tierra húmeda del pinar en la cordillera o la barrera infranqueable de asfalto, adoquines y cemento que los humanos extendemos como una alfombra allá donde nos asentamos y que interrumpe el ciclo vital de los olmos.

Todo este baile de semillas que flotan por los aires me hace sentirme extrañamente unido con la vida, y a la vez aleccionado por estos seres sintientes hermanos que no necesitan ningún premio o recompensa para seguir haciendo lo que les es propio y natural, sin alborozarse cuando hay frutos aparentemente buenos ni derrumbarse cuando no los hay.

Ellos tienen una especie de ecuanimidad y tesón naturales. Nosotros tenemos que ganárnoslo, pero, eso sí, trabajando con desapego hacia el fruto de nuestras acciones, igual que los pinos, los olmos, y tantos y tantos seres vivos que a veces parece como si estuvieran aquí para ser nuestros mejores y más fieles maestros.


martes, 12 de abril de 2011

Mushotoku

He terminado de trabajar con cemento hace un rato cuando me he dado cuenta de una cosa: ahí, subido en una escalera, ocupado en algo que no es para mí y que igual no va a ser apreciado o ni siquiera usado por sus destinatarios finales (que son unos perros muy majos pero despreocupados), es cuando más cerca he estado últimamente de la propia naturaleza.

No es así solo porque estuviera al aire libre, soleándome bajo el cielo azul, rodeado del zumbido de las abejas y los cantos de los ruiseñores… Es porque en esa condición estaba más en sintonía que nunca con esos insectos y aves, con esos árboles y flores… simplemente, porque durante un rato he estado sin identidad –o casi.

Es curioso, pero parece que solo consigo desprenderme de esa identidad cuando hago las cosas con ese espíritu que en japonés se llama mushotoku –sin ánimo de lucro (esta expresión es una de las pocas cosas que me han quedado de mi paso por el Zen). 

Por ahora prácticamente todo lo que hago –desde ir al baño hasta dormir– sigue impregnado de esa peste; no creo que haya una sola acción o pensamiento diario donde me libere del todo de esa carga. Solo en el trabajo desinteresado en beneficio de otros encuentro ese espacio vacío y generoso donde puede respirar la no-identidad. Es un truco, sí, pero funciona por ahora y apunta en una dirección interesante.

Los animales, en cambio, son superiores, porque ellos sí son capaces de recolectar polen, por ejemplo, y hacerlo sin egoísmo de la identidad… o de cantar para aparearse solo con la propia naturaleza, sin interferencias de un “yo, mí, me, conmigo” que planea y calcula los beneficios que va a obtener.

A veces parece que la distancia que me separa de ellos es infinita... y a veces, parece que casi los puedo tocar con la punta de los dedos... siempre que no sean “mis dedos”.

Si todo esto parece complicado, las reclamaciones, por favor, a Adán y Eva. ¡En vaya lío nos metieron...! 

miércoles, 23 de febrero de 2011

Lección con plumas

Iba en coche por las carreteras del Montmell, sorprendido por el contraste entre una vida cercana que se nos iba apagando y los almendros que empezaban a ponerse en flor por todas partes, radiantes al sol de la mañana, ajenos a todo lo demás.

De repente (como ocurre con las prácticas de la clara comprensión), desde la cuneta derecha algo salió disparado hacia el coche y chocó contra el retrovisor. Sonó un impacto y solo me dio tiempo de ver por el espejo cómo un pájaro oscuro daba una voltereta exánime en el aire y caía desplomado sobre la calzada, ya a mi espalda.

Iba con prisa para coger el tren, así que no me detuve para ver si seguía vivo. Pensando en lo fácilmente que se desnucan los pájaros contra los cristales de las ventanas, que están fijos, sus probabilidades de sobrevivir al choque contra un objeto en movimiento serían muy bajas.

Qué paradoja… Reflexionando sobre la vida y la muerte, voy y mato sin querer a un ser vivo. Por mucho que fuese involuntario, está claro que si no hubiese pasado por ahí con ese invento útil pero infernal que es el automóvil, ese pájaro aún podría seguir con vida según los ritmos naturales.

Ese pájaro desconocido me acompaña desde entonces… no para flagelar mi conciencia, sino para tener bien presente la huella que dejan mis acciones en este mundo y preguntarme por mi motivación en todo lo que hago.

¿Cuánto de lo que hago merece la vida de otro ser sintiente?

Ahora que ya estoy en el destino al que me dirigía en ese viaje, es un buen recordatorio para dedicar el tiempo a cosas sanas y útiles y no desperdiciar la lección de lo interconectadas que están nuestras vidas y muertes con las de todos los demás seres que pueblan este planeta tan ancho, ajeno y misterioso.

viernes, 4 de febrero de 2011

Cerrar el círculo

A veces, al pasar de una habitación a otra en la masía ahora en invierno, me encuentro con los cuerpos inertes de insectos que no han resistido el frío o simplemente han agotado su existencia –moscas, polillas, alguna avispa que otra…

Hay cierto choque cuando ves la muerte de cerca, incluso en formas tan aparentemente insignificantes para nosotros como estas; es como darte de bruces con una pared. Los pequeños cuerpos siguen intactos, con sus alas y patitas plegadas quizá, pero lo más importante falta. Y no parece que haya vuelta de hoja.

Algo me dice, en un nivel no verbal, que eso que falta en estos pequeños cadáveres no era diferente de lo que vive y se desarrolla en mí y a la vez me anima a mirar más profundo, porque ahí no se acaba la historia.

Con cuidado barro sus restos y los echo por la terraza hacia los olivos para que sirvan de alimento a otras vidas, a otras plantas y animales que siguen en la rueda de la existencia.

Así pues, sin quererlo pero sin hacer nada para evitarlo tampoco, estos insectos han pasado a ser uno con el mundo polvoriento, como dice el Daodejing. Irónicamente, su último vuelo lo hacen ya sin vida pero llevando a otros seres la posibilidad de seguir viviendo.

Polvo al polvo, sí, pero también vida a la vida. Así el círculo está completo.

martes, 1 de febrero de 2011

Montaña vacía

Recupero para el blog un texto de 1996 del escultor Eduardo Chillida sobre un proyecto suyo que nunca se llevó a cabo:

Hace años tuve una intuición que, sinceramente, creí utópica. Dentro de una montaña, crear un espacio interior que pudiera ofrecerse a los hombres de todas las razas y colores, una gran escultura para la tolerancia.

Un día surgió la posibilidad de realizar la escultura en Tindaya, en Fuerteventura, la montaña donde la utopía podía ser realidad. La escultura ayudaba a proteger la montaña sagrada. El gran espacio creado dentro de ella no sería visible desde fuera, pero los hombres que penetraran en su corazón verían la luz del Sol, de la Luna, dentro de una montaña volcada al mar, y al horizonte, inalcanzable, necesario, inexistente...

El apoyo dado por el Gobierno de Canarias a la idea escultórica reforzó mi ilusión. Creí que la obra no suscitaría controversia en el pueblo canario, al que pensé donar la escultura y mi trabajo en ella. Pero he comprobado que el proyecto escultórico despierta en muchos resquemores y suspicacias imprevistos, una oposición difícil de evaluar ahora en su verdadera importancia, pero suficiente para mermar mi entusiasmo hasta desistir de la realización de la obra. Sin embargo, creo que sería muy positivo mostrar al pueblo canario y al mundo en una exposición de maquetas y dibujos lo que se pretendía hacer en Tindaya.

La escultura está concebida como un monumento a la tolerancia y es una obra para el pueblo canario. No deseo, pues, que sirva como elemento de división, y menos aún como piedra de escándalo arrojada en luchas políticas, que no comprendo y en las que no deseo verme envuelto.

Solo me interesa el debate artístico, que, lamentablemente, no se ha producido. No he oído ni leído ninguna crítica desfavorable de la escultura que haya sido realizada por alguien que verdaderamente conozca el proyecto. Pero sé que algunas personas que lo desconocen han afirmado que la obra destrozaría la montaña, cuando mi obra lo que quería era salvarla.

Quizá la utopía no pueda ser nunca realidad. Quizá otros lo consigan en otro lugar. O quizá la escultura, ese espacio amplio y profundo, accesible a la luz del Sol y de la Luna, lugar de encuentro de los hombres, pueda llegar al corazón de la montaña sagrada de Tindaya.

¿Por qué lo traigo a colación aquí, en un blog budista? No porque ahora parezca cobrar fuerza la posibilidad de reemprender el proyecto; es más bien porque la idea-semilla que lo inspiró, el vaciamiento interno, guarda una asombrosa semejanza con el camino del Dharma.

A partir de ahora, a quien me pregunte a qué **** nos dedicamos en el Dharma, le contestaré con otra pregunta: “¿Conoces el proyecto de Chillida en Tindaya? Pues eso”.

Así es, con una diferencia importante: que, en nuestra práctica, somos cada uno de nosotros los que nos vaciamos. En cierto sentido, cada uno es una montaña que se va excavando a sí misma para liberar un espacio interior.

¿Y de qué nos vaciamos? Primero, de piedras sueltas –esto es, las identidades, esos complejos de impulsos subliminales que han estado parasitando desde que nacimos nuestros procesos viscerales, emocionales y mentales, mediante los que nos relacionamos con el mundo y con los demás. Hay que sacar todos esos trastos viejos y ese equipaje radioactivo. Luego, nos ocupamos de la roca más firme y recalcitrante: la creencia subconsciente en la realidad separada y permanente de todas las cosas que los budistas llaman ignorancia (avidya) y nosotros, dualidad.

Nuestras herramientas para ese trabajo de minería interna son las enseñanzas, la meditación y la observación aplicada en el día a día. No es fácil, pero es fascinante a su manera.

Igual que en Tindaya, si conseguimos “excavarnos” a nosotros mismos, crearemos en nosotros un espacio libre y liberador donde acoger limpiamente y sin distorsiones al mundo y a los demás. Así, en virtud de nuestro vaciamiento, ese espacio podría ser una auténtica casa para todos, desde el más humilde hasta el más poderoso en apariencia… un lugar donde todos puedan sentirse bienvenidos por igual y reconciliarse con su dimensión humana común. ¡Qué bien se estaría ahí!

Pero hay más, porque esta conexión con el concepto de espacio compartido nos lleva, dando un rodeo inesperado, a la antigua China. Hay un vínculo muy interesante entre estas ideas de Chillida y el idioma chino –un ejemplo quizá del tipo de encuentro intuitivo, aunque virtual, que él quería ofrecer a sus hermanos humanos.

Me pregunto si Chillida tenía conocimiento del carácter chino , zhái, “residencia”, que muestra paralelismos insospechados con su proyecto de Tindaya.

Para empezar, según el estilo caligráfico que se use para escribirlo, zhái puede recordar algunos grabados del artista vasco, como en el segundo de estos ejemplos:
Aunque no hay consenso sobre su etimología, parece que el carácter zhái se compone a su vez de los caracteres “tejado” y “brote”. Es una hermosa interpretación del concepto de hogar: un tejado bajo el que se pueden echar raíces y crecer hacia la luz.

El espacio de Tindaya estaría abierto a la luz del Sol y de la Luna, símbolos ancestrales de los principios masculino y femenino que operan en la naturaleza humana liberada. Por otra parte, en el Dao, esos principios masculino y femenino se simbolizan con el Cielo y la Tierra. Así pues, la Tierra en la que hunde sus raíces la planta de , zhái, y el Cielo hacia el que se eleva son esos mismos Sol y Luna cuya luz Chillida quería que iluminara su hueco dentro de la montaña: El gran espacio creado dentro de ella no sería visible desde fuera, pero los hombres que penetraran en su corazón verían la luz del Sol, de la Luna, dentro de una montaña volcada al mar, y al horizonte, inalcanzable, necesario, inexistente... La montaña vacía de Tindaya sería por tanto una casa donde la naturaleza humana podría crecer y unificar los principios masculino y femenino, en unidad con todo lo que existe.

Pero es que además hay otros sentidos de zhái encajan perfectamente con la intención de Chillida de crear un “lugar de encuentro de los hombres”: además de “residencia”, zhái significa “vivienda”, “casa”… y “tumba”.

¿Tumba…? ¡Pues claro! Volviendo al Dharma, para ser una residencia abierta a todos, uno primero tiene que convertirse en tumba de las identidades y la dualidad. Hay que hacerle sitio al mundo y desprenderse de lo viejo que estorba antes de abrirse a lo nuevo.

Además, este mismo carácter aparece en , zhuì zhè, que denota el cuerpo humano en sentido físico. Y, como dijo el Buda, “dentro de este cuerpo mismo, mortal como es y de apenas seis pies de largo, os declaro que están el mundo y el origen del mundo, la cesación del mundo y asimismo el camino que lleva a su cesación”. Hay liberación (o vaciamiento) porque hay cuerpo; y por esa misma razón hay encuentro con los demás.

Al final, se haga o no el proyecto de Tindaya según lo soñó Chillida, personalmente lo adopto como otra guía más en el camino del Dharma. Suena raro, y quizá mental, pero desde hoy aspiro a ser una Tindaya ambulante. Y animo a todos, Shanes y demás, a convertirnos en montañas huecas para crear una gran cordillera de la verdadera naturaleza humana recuperada –un espacio abierto, libre e imparcial donde respire sin trabas este magnífico mundo de ilusiones y toda la vida que contiene.

sábado, 22 de enero de 2011

Invierno con esperanza

Esta época de invierno se está desenvolviendo entre noticias poco alentadoras para mi madre: uno de sus amigos que agoniza en el hospital con fallo multiorgánico, otro que se va apagando lentamente mientras va perdiendo facultades mentales por un tumor cerebral, los demás aguantando como pueden entre diversos achaques. Parece un proceso largo, lento y difícil el ir diciendo adiós a la vida, primero en los que te han acompañado en tu camino, luego en ti mismo…

Por otra parte, ayer recibimos la noticia de que el jardinero de mi madre había perdido a su nieto por lo que parece ser una muerte súbita del lactante (crib death), a pesar de que tenía casi tres años. Al día siguiente, el otro abuelo, que ya estaba delicado de salud, también murió. Al bueno de Macario, que es hombre de pocas palabras, se le llenaban los ojos de lágrimas cuando nos contaba lo que le había pasado a su familia en dos días.

No hay como notar la cercanía de la muerte para apreciar la vida, aunque a menudo eso no es más que un acto reflejo lleno de miedo a lo desconocido y apego a lo conocido (por malo que parezca) y tiende a olvidarse rápidamente, en cuanto la identidad ve posibilidades de ganar algo en algún otro frente.

Lo que me llama la atención aquí es lo difícil que parece morir en muchos casos o, lo que es lo mismo, la tenacidad de la vida: cómo se agarra a cualquier “plataforma” que tenga a mano para mantenerse, cómo renuncia a tirar la toalla mientras tenga dónde apoyarse, cómo sigue adelante, sin cálculo ni desaliento, incluso en cuerpos/mentes castigados por décadas de excesos y descuido. No parece tener en cuenta ninguna de esas consideraciones tan socorridas que nos solemos ofrecer unos a otros ante la muerte de un ser querido: “Bueno, por fin ha dejado de sufrir”… “Mira, al menos en sus hijos/nietos la vida sigue adelante”… La fuerza de la vida no especula con las circunstancias del entorno; simplemente sigue adelante, con la misma “lógica” que le lleva a mantenerse en un cuerpo de más de ochenta años, deteriorado por la edad, el tabaco, el alcohol, la obesidad… o a abandonar el cuerpo aparentemente sano y lleno de potencial de un niño de tres años.

Probablemente hay cosas que nunca se pueden entender del todo. Pero estas vidas humanas que se están apagando alrededor de mí como hojas secas que el viento arranca de los árboles me hacen preguntarme si estoy haciendo todo lo posible por acercarme a la fuerza de la vida, integrarme en su pulso y dejar que esa palpitación conteste todas las dudas sobre la vida y la muerte, en beneficio de todos los seres.