martes, 19 de octubre de 2010

Olivos meditativos

En la sala de meditación de Can Catarí hay unos troncos de olivo en vez de estatuas o imágenes de Buda. Me resulta muy inspirador.

Por un lado, veo en ellos la huella de la fuerza de la vida: cómo cada ejemplar creció fiel a su genotipo de olivo, a la vez que de manera individual en función del terreno en el que estaba plantado, la abundancia o carestía de agua, la orientación de la luz del sol, etc. Veo su crecimiento y desarrollo como un baile a cámara súper-lenta en el que cada uno de ellos fue extendiendo sus ramas en el espacio hacia arriba y hacia fuera, torciéndolas a su ritmo, de forma orgánica, hasta componer un gesto único.

Por otro, capto cómo todos, tras haber desplegado su propia naturaleza de olivo, ya no están vivos y lo único que queda de ellos es su cáscara, el gesto congelado de un baile cuya música ya ha dejado de sonar, pero que persiste como una escultura que se va desintegrando a una velocidad igualmente imperceptible para nosotros… Otra vez, la cámara súper-lenta.

Este contraste de velocidades entre la vida de los olivos y la de los humanos me da qué pensar.

Si lo miramos desde el punto de vista de los olivos, son nuestras vidas las que transcurren a cámara súper-rápida –o a velocidad de vértigo, si hablamos de nuestras mentes.

¿Cuánta de esa agitación es realmente necesaria?

¿Cuánto hay de natural y orgánico en nuestro desarrollo y nuestra actividad diaria?

Cuando llegue el fin de nuestros días, ¿podremos responder por nuestras vidas con la misma dignidad que estos olivos, sin una palabra de remordimiento o reproche, o tendremos que lamentarnos de la oportunidad perdida de habernos convertido en seres humanos genuinos, capaces de desplegar nuestra verdadera naturaleza y acoger a otras formas de vida, como en su día hicieron las copas serenas de estos árboles?

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