miércoles, 22 de septiembre de 2010

Inteligencia orgánica

Paseo de nuevo con los perros. Dejando atrás el asfalto y las casas, nos metemos por un camino de tierra. 

Primer encuentro: un montón de basura que alguien ha tirado en el borde. Menudo "cantazo". Sin exagerar, cuando veo cosas así, tengo la misma impresión que si viera a alguien cagar en el mismo plato en el que come, y luego seguir comiendo como si nada.

Segundo encuentro: un hormiguero reciente, con la tierra aún húmeda por las últimas lluvias. No se ven hormigas, pero se nota su huella en esa estructura algo irregular y sin embargo perfectamente adecuada para su propósito, que sugiere la actividad de una inteligencia orgánica, poco preocupada por las formas y aun así (o precisamente por eso) capaz de crear armonía y belleza.

Dos maneras de estar en el mundo.

También nosotros podemos elegir.

sábado, 18 de septiembre de 2010

"Imper-Marmellar-nencia"



Nos habíamos acercado los tres perros y yo al pueblo abandonado de Sant Miquel de Marmellar. Para mí no era la primera vez que lo visitaba, pero para ellos sí. Tras corretear por las casas vacías con la excitación del descubrimiento, entraron conmigo en lo que queda de la iglesia: cuatro paredes sin techo, llenas de zarzas y escombros, con el maltrecho campanario aún en pie y un gran hueco en la fachada donde en su día debió de lucir un rosetón que recogía los rayos del sol poniente y los convertía en colores ornamentales. Fuera, la luz de la tarde se inclinaba sobre campos que se extendían a lo lejos entre colinas –el mismo sol que alumbró y las mismas tierras que sustentaron con sus cosechas a los antiguos pobladores de este lugar.

En esa iglesia derruida sentí por unos instantes cómo durante años generaciones de fieles se habían congregado ahí para oír la palabra de Dios en misas y sermones; casi podía notar el peso de cientos o quizá miles de vidas marcadas por ritmos naturales hoy soslayados por el “progreso”: la alternancia de luz y oscuridad en días y noches, el lento paso del tiempo, las estaciones que van marcando las faenas del campo… Quizá los lugareños encontraran ahí cierto sentido a sus vidas, moldeadas por tareas, costumbres y gestos mil veces repetidos, transmitidos de padres a hijos; quién sabe si incluso sentirían su pertenencia al orden natural del universo. Pero ahora, entre la devastación reinante, ese rosetón hueco, símbolo y testigo de una época pasada, me recordaba la cuenca vacía de un ojo atónito, alucinado ante la desaparición irremediable de ese mundo tradicional que antes reconfortaba y ofrecía seguridad…

Ajena a mis ponderosas meditaciones y a la solemnidad del entorno, Lluna, la sharpei que venía en el grupo, aprovechó la ocasión para cagar en pleno centro de la iglesia.

Por mi parte, sobrecogido un tanto por una irrevocable impresión de fugacidad, tomé una mora de una zarza cercana y me la comí, como para sellar esa comprensión con una comunión espontánea.

La verdad es que al salir de las ruinas y durante todo el camino de vuelta a casa la sensación del tiempo como un torbellino que todo lo devora era intensa, casi mareante.

En resumen: ya nadie vive en Sant Miquel, la iglesia y el pueblo no existen más que en ruinas y Lluna misma murió este verano y está enterrada frente a Can Catarí Nou. Pero aún hay más: mi propia mente, que tuvo esas impresiones, también ha cambiado desde entonces y seguirá cambiando hasta que acabe por desaparecer como todo lo demás. No hay nada que se mantenga firme, inmutable, fiable… excepto la certeza de que todo cambia y está en perpetua transformación.

Sé por experiencia que en el corazón de esta conciencia aparentemente amarga yace una gran liberación y alivio, que a veces incluso puede manifestarse como una cierta euforia cuando soy capaz de “acompañar” ese movimiento incesante… cosa que no siempre ocurre. Ése es el mensaje y la esperanza que me recuerda el oscuro jugo de las moras silvestres maduras, que sigo comiendo de vez en cuando mientras paseo a los perros en este verano tardío y veo en la distancia el campanario de la iglesia tuerta de Sant Miquel de Marmellar, escenario de mi inesperada confirmación budista de anicca, la impermanencia.





martes, 14 de septiembre de 2010

¡Que viene el lobo!

¿Quién es este animal?

Su nombre científico es canis lupus y su apellido, signatus.

De niños aprendimos que era “el lobo feroz”: el terror de los cuentos infantiles, el castigo con el que nos amenazaban algunos adultos desaprensivos, quizá incluso el causante involuntario de alguna pesadilla… en una palabra, era el Mal.

Como mayor carnívoro que queda en Europa y depredador máximo del ecosistema peninsular, el lobo ha sido enemigo tradicional de ganaderos y pastores, y más ahora que los humanos hemos ido liquidando a sus presas naturales, los grandes ungulados cuyas cornamentas adornan tantos salones de cazadores españoles. Por eso, junto con las batidas organizadas para exterminarlos se le ha sometido en paralelo a una campaña continua de difamación que “justificaba” su persecución y aniquilamiento. En su conflicto con el ser humano, el lobo se ha llevado con mucho la peor parte, tanto en su supervivencia como en su reputación.

Pero esta tarde he visto en un documental algo que nunca me habría imaginado y que me ha dejado asombrado. Es verdad que se trataba de un antiguo episodio de la serie El hombre y la Tierra, del cuestionado Félix Rodríguez de la Fuente, pero realmente no me parece que se haya podido manipular (como se alega de alguna que otra escena en esta serie) más allá de ciertas posibles libertades en el montaje de la secuencia.

En la filmación se veía a una manada de lobos en una montaña arrastrando ladera abajo a una muflona que acababan de matar. Por los motivos que fueran, tras un rato uno de ellos volvía sobre sus pasos para recuperar un pedazo de carne que se había quedado atrás, y que en esos momentos ya estaba devorando un gran buitre.

Sorprendentemente, el ave carroñera, haciendo gala de un criterio más que dudoso, se negaba a retirarse y desplegaba sus grandes alas para amedrentar al lobo, al tiempo que lo amenazaba con su pico. Craso error. Tras estudiarlo un instante y rodearlo con cautela, el lobo se abalanzaba como un relámpago sobre él y lo agarraba hábilmente del cuello, sin que el buitre pudiera hacer nada por soltarse ni tampoco herirlo.

¿Qué pasó entonces? Que este depredador supuestamente terrorífico, digno de exterminio por su crueldad sanguinaria, se alejó unos metros de la presa en liza manteniendo al buitre a su merced, con el cuello apresado entre sus poderosas fauces y batiendo las alas inútilmente. Cuando consideró que era suficiente distancia, simplemente lo soltó, sano y salvo, antes de volver ladera arriba para recobrar su pedazo de carne de muflona.

Por supuesto, el buitre se cuidó muy mucho de volver a disputársela; menudo indulto inesperado había encontrado...

No recuerdo un ejemplo tan nítido de la frugalidad del instinto natural, que impulsa a matar para comer y casi nunca más.

Ese lobo, en plena lucha por la comida, fue capaz de tratar a un rival derrotado con la misma delicadeza con la que llevaría a sus propias crías entre sus colmillos para trasladarlas de un lugar a otro. Increíble, ¿no?

El lobo no pensó: “Pero ¿quién se ha creído que es este pajarraco de mierda para plantarme cara a mí, el rey de la fauna ibérica, por una presa que además he matado yo? Le voy a dar una buena lección a él y a todos sus congéneres”.

No pensó: “Bueno, si le rompo el cuello seguro que podré comer más tranquilo”.

No pensó: “Puedo matar a este buitre también y así tendré más carne disponible para mañana”.

No pensó: “Uy, no sé qué dirán de mí mis compañeros si dejo escapar con vida a este buitre insolente. Mejor aprieto las mandíbulas –bastará con una ligera presión– y me quito de problemas…”.

No. Ese lobo actuó sin pensar, pero con una destreza magistral, una calma absoluta y, seamos sinceros, una magnanimidad que rara vez mostramos los humanos cuando entramos en conflicto unos con otros (y menos aún cuando el conflicto es con otros seres percibidos como “inferiores”).

La naturaleza está llena de sorpresas. Para verlas sólo hace falta mirar, sí, pero también limpiarnos la mirada de prejuicios condicionados por una educación parcial, tendenciosa y, en definitiva, destructora de nuestra comprensión de los demás seres vivos y de nuestra verdadera relación natural con ellos.

Sé que suena tonto, sobre todo habiéndolo visto por televisión y no en vivo, pero este comportamiento del lobo me ha provocado una alegría inexplicable, junto con una oleada de profunda confianza en la elegancia y belleza del Dao y Dharma.


miércoles, 1 de septiembre de 2010

Meditación musgosa


Después de la meditación, me viene una impresión que luego toma cuerpo como certeza: nosotros, los humanos, no venimos de ninguna parte; hemos crecido a partir de lo que ya había aquí, como un musgo sobre la corteza de un árbol.

Tampoco, claro, vamos luego a ninguna parte, sino que volvemos a fundirnos en lo que hay a la vista aquí, regresando a la misma unidad de donde surgimos para empezar. Todo queda en casa.

Somos de aquí. Más que eso, somos lo mismo que hay aquí, con un aspecto diferente. Cuando sientes la unidad de todo, te das cuenta de que no estamos “nosotros los humanos” por un lado y luego lo demás: hay una vida total aparente, y nosotros somos eso. Lo que pasa es que somos eso con algo más, que también ha crecido desde dentro. Somos vida con capacidad para darse cuenta de sí misma y para actuar sobre sí misma (y en ese “sí misma” están incluidas todas las formas de vida, no sólo las humanas). En ese sentido, somos como los ojos y las manos de la vida en este planeta.

Asombroso, ¿no?

Si es así, merecería la pena prestar atención y actuar con cuidado y respeto mientras pisemos esta tierra, respiremos su aire y comamos sus frutos, ¿verdad? Sin embargo, ¡qué lejos estamos de ello!

Es fácil entender a los maestros rugientes que denuncian las tropelías del egoísmo humano. No se trata sólo del desperdicio de nuestro propio potencial; es la destrucción de algo precioso y quizá irrecuperable que deberíamos salvaguardar, porque somos los únicos dotados para hacerlo. En cambio, en vez de usar nuestras facultades para favorecer la continuidad de la vida, las desplegamos contra la naturaleza para explotarla hasta agotarla.

Éramos como los gallos del corral, con dominio natural sobre todo… hasta que llegado cierto momento decidimos mutarnos en zorros. Bien, el corral sigue siendo el mismo, el único que conocemos, pero cada vez somos más los zorros y menos las gallinas.

¿Cómo acabará esto?