lunes, 17 de octubre de 2011

Apolo se apaga


Apolo, el doberman que acogimos hace dos años y medio, se está apagando lentamente por efecto de la misma leishmaniosis que se llevó a Dunkel hace unas semanas apenas. Esta tarde temblaba visiblemente, sin que haya empezado a hacer frío aún.

Hace poco me he dado cuenta de que en casi todo lo que me rodea aquí acepto bastante bien la impermanencia, pero en el caso de Apolo aún siento la punzada del apego.

Enfermo y todo, Apolo sigue manteniendo el mismo porte aristocrático que entre nosotros le ha valido el apodo de “el Príncipe”. Y es que es un animal noble, de aspecto imponente pero naturaleza amable –excepto en la protección de su espacio cuando está tumbado, situación en la que no admite la cercanía de otros perros, a los que advierte con gruñidos y ladridos feroces.

Recuerdo el día que llegó a Can Catarí junto con Lluna. Nos vimos, lo saludé, le hablé con voz tranquila para darle la bienvenida y le hice unas caricias. Pasadas las presentaciones, en un momento me puse de cuclillas a su derecha mientras estaba sentado y le rodeé con el brazo; entonces giró la cabeza inesperadamente y me pegó un lametón en la mejilla. Desde entonces, no me ha vuelto a lamer ni una sola vez, pero nunca en todo este tiempo he tenido la más mínima duda de su lealtad, sellada con ese único gesto.

Recuerdo nuestro primer paseo por la urbanización. Después de llevarlo sujeto con correa por el asfalto, lo solté cuando llegamos al camino del bosque que lleva a Can Catarí Vell. Enseguida salió corriendo, liberando toda su energía contenida, y me entró la duda de si habría hecho bien al dejarlo suelto. Pero a los quince o veinte metros se paró y miró atrás para comprobar que estaba ahí y esperarme. Ya no nos separamos.

Desde entonces hemos dado un sinfín de paseos en los que le he visto corriendo con los ojos brillantes, la boca abierta y la lengua colgando entre los dientes, casi diría que sonriendo: la viva imagen de una felicidad natural que los humanos pocas veces alcanzamos.

Recuerdo también una pelea con Nantú, en la que, después de que fracasara el recurso del manguerazo, me interpuse para separarlos y él dejó de pelear al instante aunque el sharpei le seguía atenazando la cola con sus poderosas fauces. Cuando pude desengancharlo, Apolo se dejó llevar mansamente a la masía, sangrando por la cola.

Pero tampoco era siempre un santo; como todo buen cánido, era un depredador oportunista, lo mismo haciéndose el distraído para dejarse caer hacia la pila del compost que aprovechando una ausencia momentánea para saquear la cocina y robar manzanas, dejando un olor tan fuerte que llenaba todo el cuarto de estar, lo que nos puso sobre la pista hasta darnos cuenta de que había devorado unas seis o siete en cuestión de minutos.

Por todo eso, nunca he podido dejar de sonreír internamente cuando la gente oía que teníamos un doberman y sin haber visto nunca a Apolo me preguntaba: “¡Hala, un doberman! Pero ¿no te dan miedo? Si dicen que se vuelven locos y hasta atacan a sus dueños”.

Presiento que Apolo pronto se reintegrará en la masa total y no diferenciada de energía que entendemos como vacía y en cambio permanente, a partir de la cual la mente fabrica sus ilusiones –en este caso, la ilusión de que una vez existió un doberman llamado Apolo, un humano llamado Jueshan y una separación entre la fuerza vital que los animaba a uno y otro.

Buen viaje, Apolo.