lunes, 29 de noviembre de 2010

Reflexiones otoñales

Hace un rato he mirado por la ventana justo cuando una ráfaga de viento acababa de arrancar un montón de hojas amarillas de las ramas los olmos. A la luz de la mañana, parecían una lluvia de oro que caía lentamente sobre el asfalto, girando sobre sí mismas.

A veces, como ahora, me vienen a la mente esos relatos de personas que han estado en trance de morir y han sobrevivido. Muchos de ellos cuentan que en fracciones de segundo vieron pasar toda su vida por delante de sus ojos, como si fuese una película que revisaba sus momentos más importantes. Y lo que encuentro tan sugerente es que la mente consciente no es a todas luces quien decide cuáles eran esos momentos –se diría que es otra fuente, desconocida y no personal, la que genera la experiencia y determina qué entra y qué se queda fuera de su “repetición de las jugadas más interesantes”.

Qué paradoja: nos creemos autores y protagonistas de nuestra vida, solo para descubrir al final que es una película con guión y dirección ajenas a nuestra conciencia y control y con un “sentido”, por llamarlo de alguna manera, que se nos había escapado.

¿Es posible entonces que esté viviendo la vida equivocadamente, dándole valor a lo que no lo tiene y descuidando lo que realmente importa? A la luz de estas experiencias, parece claro que no sólo es posible sino probable –a menos que tome cartas en el asunto.

De hecho, cuando las hojas salieron volando por los aires estaba rememorando un episodio reciente en el que no mantuve el “flotador” de las cinco conciencias y me dejé arrastrar por la corriente hasta acabar en un lugar (mental) que tampoco es que fuera horrible, sino simplemente nada interesante: ya lo conozco hace tiempo y no alimenta a la fuerza de la vida. Es estéril a efectos del Dharma natural.

Y ahora me pregunto si esas hojas que ahora se desprenden no son como mis ideas y mis palabras de ayer, y como todo lo que antes consideraba tan mío, tan “yo”: evidentes, inmediatas, aparentemente firmes y fiables, y hoy… yertas y arrastradas por el viento, mientras la vida del árbol, lo que de verdad importa, se mantiene retirada en ramas y tronco, pero sobre todo en las raíces, ocultas en la oscuridad de la madre tierra y ajenas a todo ese ruido.

Sin querer, de mi memoria surgieron dos pasajes de los Evangelios cristianos para aportar una conclusión a mis reflexiones:

Ningún árbol bueno da fruto malo; tampoco da buen fruto el árbol malo. A cada árbol se le reconoce por su propio fruto. No se recogen higos de los espinos ni se cosechan uvas de las zarzas. El que es bueno, de la bondad que atesora en el corazón produce el bien; pero el que es malo, de su maldad produce el mal, porque de lo que abunda en el corazón habla la boca (Lucas 6:43-45).

Y también:

No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompe, y donde ladrones minan y hurtan; mas haceos tesoros en el cielo, donde ni polilla ni orín corrompe, y donde ladrones no minan ni hurtan: porque donde estuviere vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón (Mateo 6:21).

Ahí es donde voy a poner mi tesoro, en las raíces desconocidas de la fuerza de la vida. Lo demás son hojas muertas que barre el viento.

martes, 23 de noviembre de 2010

El albatros

Suelen, por divertirse, los mozos marineros
cazar albatros, grandes pájaros de los mares
que siguen lentamente, indolentes viajeros,
el barco, que navega sobre abismos y azares.

 Apenas los arrojan allí sobre cubierta,
príncipes del azul, torpes y avergonzados, 
el ala grande y blanca aflojan como muerta
y la dejan, cual remos, caer a sus costados.

¡Qué débil y qué inútil ahora el viajero alado!
Él, antes tan hermoso, ¡qué grotesco en el suelo!
Con su pipa uno de ellos el pico le ha quemado,
otro imita, renqueando, del inválido el vuelo.

El poeta es igual... Allá arriba, en la altura,
¡qué importan flechas, rayos, tempestad desatada!
Desterrado en el mundo, concluyó la aventura:
¡sus alas de gigante no le sirven de nada!
Parece una fábula sobre la propia naturaleza, sometida y en manos de las identidades en el samsara... pero es un poema de Baudelaire... ¿o era al revés?

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Asombro mutante

El otro día tuve por casualidad un atisbo del “armónico”, por llamarlo de alguna manera, que hay en la experiencia de alegría y asombro ante la naturaleza.

En busca de unos trozos de viga entro en el patio interior que hay en Can Catarí Vell, entre la casa y el corral de los perros –una zona que hacía tiempo que no pisaba. Y ahí, de sopetón, me encuentro de frente con una planta enorme, que había crecido desproporcionadamente en relación con las demás plantas que pueblan ese espacio recogido y casi sin sol.

Al acercarme más para admirar ese pequeño gran prodigio, veo que de sus ramas cuelgan unas vainas largas y estrechas, casi como un cruce entre pimiento verde y puro habano. Así que me acerco más y las inspecciono de cerca –y son alucinantes: están abiertas por su extremo inferior, y por esa abertura se ve el diseño geométrico que forman los pliegues internos de la vaina, mientras que el borde externo de esa “boca” va adornado por varios zarcillos. En mi ignorancia, todo ello toma un aspecto fantástico, casi de ciencia ficción. Es como si estuviera examinando vida extraterrestre.

La absoluta novedad de lo que estaba viendo me tenía sorprendido, la evidente lozanía de la planta me alegraba, pero ahí noté además ese otro elemento… una especie de aprensión, como si no estuviera seguro de que en el fondo esa planta no fuese un engendro mutante y carnívoro que en cualquier instante pudiese abrir unas fauces enormes y devorarme.

Ahí estaban, donde menos me lo esperaba, la alegría, el asombro y… la aprensión. ¡Qué extraña compañía! Pero ahora sé que viajan juntos los tres, cogiditos de la mano.


PD: No tengo fotos de la planta en cuestión, así que incluyo otras para dar una impresión aproximada de la extrañeza que me provocó.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Esplendor en el declive

Es una condición peculiar la nuestra de humanos sufridores… y pocas cosas la ponen tan de manifiesto como estar en la naturaleza.

Paseo y miro el grandioso almez que a veces empleo en mis contemplaciones. Algunas hojas, amarillas y exánimes, tiemblan aún en las ramas mientras que otras muchas ya se han desprendido para ir a caer al pie del mismo árbol que les prestó vida.

Si los vientos del otoño no las dispersan demasiado, esas hojas acabarán descomponiéndose ahí mismo, en forma de humus y de nutrientes minerales que luego se volverán a absorber por las raíces del mismo almez… para contribuir, entre otras cosas, a crear las hojas de la siguiente primavera.

Es un ciclo sencillo y perfecto. No hay sufrimiento en la caída de las hojas, igual que no hay felicidad cuando vuelven a brotar, porque se impone la evidente conexión de ambos fenómenos como curvas de un mismo círculo, repetido sin cesar más allá de los avatares de sus aparentes protagonistas individuales. Siento una gran alegría y asombro al pensar en ello.

Nosotros los humanos, en cambio, nos enfrascamos en los detalles personales. Nos creemos importantes y nos apegamos a algo que no es más que una ilusión, un espejismo de la mente. Estamos tan cautivados por nuestras propias peripecias que perdemos de vista la totalidad; de hecho, no nos damos cuenta de que la vida real se nos escapa mientras nos ocupamos y preocupamos con nuestras fantasmagorías privadas.

Que la vida humana es efímera es algo sabido desde la noche de los tiempos. Según Homero,

Cual la generación de las hojas, tal es también la de los hombres: las hojas, unas las echa el viento a tierra, mas otras hace renacer el bosque reverdeciente al llegar la estación de la primavera. Así la generación de los hombres, una nace, mas otra termina.

El almez y sus hojas están haciendo ahora lo que les toca, y de forma impecable. ¿Y nosotros?