jueves, 23 de diciembre de 2010

Un destello familiar

Caminaba por la calle, hablando por el móvil, cuando de repente me adelantaron dos mujeres que paseaban a una perra con una correa.

La perra, una especie de pastor alemán de color pardo, pasó junto a mí. En ese momento pisé, levanté el pie y algo se movió debajo de mi bota. La perra giró levemente la cabeza para fijarse en lo que había ahí –un cartón de color que parecía una seta aplastada– y luego siguió su camino sin detenerse ni mirar hacia atrás.

Solo en ese gesto de mirar y desechar noté una cercanía con esa perra que me hizo sonreír, como si me hubiera mostrado sin querer lo que explican las enseñanzas –en este caso, la clara comprensión en acción, como un fogonazo que se va tan rápido como viene. Limpio. Sin residuos. Abierto a lo siguiente que provoque su reacción.

Para mí es indudable que en nuestras ciudades, y a pesar de las locuras de sus amos, estos animales aportan con su conducta el ejemplo más cercano al Dharma en acción.

Algunos conocidos míos se sorprenden o incluso se molestan conmigo cuando insisto, a veces con ánimo de sacarlos de su complacencia aunque sea escandalizando, en que son seres superiores.

Aquí, en la jungla de asfalto, son maestros involuntarios del Dharma. Y sin decir una sola palabra de más.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Un refugio para Aire

Esta semana he recuperado algo que no sentía desde niño. Ha sido algo mágico, como recibir una visita de un amigo querido de la infancia cuya pista había perdido hace tiempo y comprobar que nuestra sintonía sigue intacta, como si no hubiese pasado el tiempo. Shanjiàn me ha sugerido que lo escriba en el blog y aquí está.

La “chispa” que lo provocó fue la caseta que construimos para Aire en la terraza que da al castell de Marmellar. Shanjiàn y yo habíamos hecho una especie de iglú para ella con bovedillas prefabricadas de hormigón: buena protección contra el viento y, con suerte, también contra la lluvia, pero casi nula contra el frío, que ahora ya empieza a notarse, sobre todo por la noche.

Sin deliberación por mi parte, el caso es que desde hace semanas me había estado rondando la cabeza la idea de acondicionar esta caseta para el invierno. Finalmente el viernes pasado, tras llevar a Shanjiàn y Sellva a Vilafranca, pasé por la ferretería y compré los materiales (planchas de poliespán aislante, tachas para sujetarlas a la pared, espuma fijadora y mortero) y el sábado me puse manos a la obra.

Como es habitual, una chapuza que parecía cuestión de un rato se acabó convirtiendo en un trabajo de varias horas, repartidas entre varios días; hoy le he dado la que creo que es la última capa de mortero. Pero no había disfrutado tanto en muchísimo tiempo, así que doy el esfuerzo por bien empleado incluso si Aire se niega a entrar nunca más en su nuevo búnker o si por cualquier otro motivo no llega a tener el uso que quise darle –y confieso que en algún momento incluso me puse en la piel de Milarepa, obligado por su maestro Marpa a erigir y derribar una y otra vez la misma estupa como antídoto frustrante para machacar su fuerte identidad. Por suerte, eso no ha ocurrido en mi caso (o al menos aún no); pero, pase lo que pase de ahora en adelante, puedo decir que la tarea ha sido su propia recompensa.

Mirando hacia atrás, me pregunto qué fue lo que suscitó ese sentimiento. Creo que había parte de exploración creativa, parte de afrontar y superar los pequeños problemas que se iban presentando en el proyecto, y parte de estar haciendo algo para otros y no para mí. En ese sentido, Aire en realidad no es sólo una pinscher alemana; es todos los perros y todos los seres vivos.

Se me ocurre ahora que la mejor descripción de la experiencia es que era de una gratuidad total –un individuo vestido estrafalariamente, ensimismado e integrado en su tarea en la terraza de una masía perdida en el monte en medio de ninguna parte, absolutamente feliz con esa aparente nimiedad y ajeno a todo lo demás mientras el mundo seguía dando vueltas al ritmo de su propia locura. Absurdo, sí, puede ser… pero también insuperable a su manera.

Creo que no me he sentido así desde que era un crío… Me recuerda a mis primeros paseos en bici, cuando sentía una libertad total y sólo deseaba que la tarde no acabara nunca para poder seguir montando y montando con mis amigos… sin rumbo ni propósito, sólo por el puro placer de montar… Ah, ¡qué hermosa era la vida entonces!… Ahora veo cuánto me he alejado de ella sin darme cuenta… De niño, sin ser nadie ni poseer nada, era el rey del mundo… hasta que lo cambié por un sucio plato de lentejas y me convertí en “alguien”, como esperaban de mí familia y sociedad.

Quién sabe si al reformar esta caseta como refugio para Aire no he encontrado de paso y sin ni siquiera sospecharlo una vía para reconectar con mi propia naturaleza y ponerla al abrigo de las inclemencias de las identidades, donde la he tenido malviviendo todos estos años; ésa es desde luego mi esperanza. Sería además una hermosa confirmación de que, como dijo Buda, “todo lo que les hacemos a los demás nos lo hacemos a nosotros mismos”.



martes, 7 de diciembre de 2010

La hermandad del molusco

La velada pianística de hace una semana sigue dándome material para reflexionar. Hoy acabo de recordar algo que me chocó entonces y que había olvidado.

Este mediodía, mientras llevaba una carretilla llena de arena al templo Chan, donde Shanjiàn y yo estamos levantando unos pilares para apoyar las vigas que han de reforzar el techo, pasé por delante de donde está enterrada Mamba. Es un pedazo de tierra entre rosales, que hemos cubierto con piedras grandes para que ningún animal escarbe ahí. Alguien, no sé quién, ha colocado sobre las piedras unas conchas marinas. Podrían parecer incongruentes en ese entorno, pero para mí funcionan porque suponen un homenaje silencioso a la fuerza de la vida, cuya inteligencia es evidente en sus formas orgánicas, algo irregulares pero siempre armoniosas.

También en la velada del otro día me fijé en una colección de conchas marinas que la anfitriona tenía desplegadas en la parte inferior de una doble mesa de cristal. Entonces, mientras escuchaba la música que hacían por turnos mis colegas pianistas, me recordaron la forma de la oreja humana, que también es curva y con volutas, como una caracola. “Gracias a esas formas oímos mejor los sonidos y los silencios del mundo”, pensé; “en cambio, estas caracolas ya no sienten la música ni el mar, porque no son más que los restos huecos de vidas pasadas”.

Sin embargo, a pesar de la inmensa distancia entre nuestras vidas aparentes –unas, transcurridas hace quién sabe cuánto tiempo en el fondo del mar; la mía, aquí y ahora en la superficie de la tierra– era evidente que ambas están conectadas por una misma fuerza, que crea, experimenta y emplea sus hallazgos en las combinaciones más gloriosamente inverosímiles, sin encomendarse a dios ni al diablo. Gracias a que la fuerza de la vida había generado esas formas hace millones de años, nosotros, hijos de la misma fuerza, podíamos llenarnos los oídos ahora con una música que, en el fondo, no habla de otra cosa más que de la asombrosa unidad de toda la vida en este planeta.

Por momentos me sentí transportado a lomos de una fuerza impresionante, primaria y arcaica pero en último término benevolente.

¿Cómo podría ser vivir a cada instante con esa fuerza creativa que generó las formas geométricas de los moluscos, que inspiró la música que tocamos y que es capaz de darse cuenta de la unidad de toda la vida?

¿Puede haber algo más grande en este gran teatro del mundo?






Una visita inesperada

El otro día recibí una visita inesperada en mi habitación de Can Catarí. Sentado al ordenador, de repente un movimiento en la ventana de la puerta que da a la terraza captó mi atención.

Un pájaro, quizá fuese un petirrojo, se había asomado a la puerta, que está algo retranqueada respecto de la pared exterior, y ahora me miraba directamente a través del cristal.

Lo extraordinario fue que durante unos instantes el pájaro se mantuvo absolutamente quieto, suspendido en el aire mientras batía las alas a gran velocidad, como si fuese un colibrí o una libélula.

Sólo después se me ocurrió la idea de que estaba evaluando el hueco de la puerta por si pudiera ser un buen sitio para construir su nido. En ese momento –que duró poco, aunque mientras duró parecía que el tiempo se detenía, y mi respiración con él, suspendidos ambos igual que nuestro visitante– sólo había un prodigio aleteando que miraba hacia dentro, una clara comprensión sin “yo” que miraba entre atónita y maravillada hacia fuera y una sorpresa compartida por ave y humano ante la cercanía momentánea de dos mundos habitualmente separados.

Luego el petirrojo se marchó tan rápido como había venido y yo me quedé otra vez sumido en el océano de los pensamientos y las palabras… pero con el aroma de algo más libre que no necesita de herramientas tan torpes para levantar el vuelo.