sábado, 18 de septiembre de 2010

"Imper-Marmellar-nencia"



Nos habíamos acercado los tres perros y yo al pueblo abandonado de Sant Miquel de Marmellar. Para mí no era la primera vez que lo visitaba, pero para ellos sí. Tras corretear por las casas vacías con la excitación del descubrimiento, entraron conmigo en lo que queda de la iglesia: cuatro paredes sin techo, llenas de zarzas y escombros, con el maltrecho campanario aún en pie y un gran hueco en la fachada donde en su día debió de lucir un rosetón que recogía los rayos del sol poniente y los convertía en colores ornamentales. Fuera, la luz de la tarde se inclinaba sobre campos que se extendían a lo lejos entre colinas –el mismo sol que alumbró y las mismas tierras que sustentaron con sus cosechas a los antiguos pobladores de este lugar.

En esa iglesia derruida sentí por unos instantes cómo durante años generaciones de fieles se habían congregado ahí para oír la palabra de Dios en misas y sermones; casi podía notar el peso de cientos o quizá miles de vidas marcadas por ritmos naturales hoy soslayados por el “progreso”: la alternancia de luz y oscuridad en días y noches, el lento paso del tiempo, las estaciones que van marcando las faenas del campo… Quizá los lugareños encontraran ahí cierto sentido a sus vidas, moldeadas por tareas, costumbres y gestos mil veces repetidos, transmitidos de padres a hijos; quién sabe si incluso sentirían su pertenencia al orden natural del universo. Pero ahora, entre la devastación reinante, ese rosetón hueco, símbolo y testigo de una época pasada, me recordaba la cuenca vacía de un ojo atónito, alucinado ante la desaparición irremediable de ese mundo tradicional que antes reconfortaba y ofrecía seguridad…

Ajena a mis ponderosas meditaciones y a la solemnidad del entorno, Lluna, la sharpei que venía en el grupo, aprovechó la ocasión para cagar en pleno centro de la iglesia.

Por mi parte, sobrecogido un tanto por una irrevocable impresión de fugacidad, tomé una mora de una zarza cercana y me la comí, como para sellar esa comprensión con una comunión espontánea.

La verdad es que al salir de las ruinas y durante todo el camino de vuelta a casa la sensación del tiempo como un torbellino que todo lo devora era intensa, casi mareante.

En resumen: ya nadie vive en Sant Miquel, la iglesia y el pueblo no existen más que en ruinas y Lluna misma murió este verano y está enterrada frente a Can Catarí Nou. Pero aún hay más: mi propia mente, que tuvo esas impresiones, también ha cambiado desde entonces y seguirá cambiando hasta que acabe por desaparecer como todo lo demás. No hay nada que se mantenga firme, inmutable, fiable… excepto la certeza de que todo cambia y está en perpetua transformación.

Sé por experiencia que en el corazón de esta conciencia aparentemente amarga yace una gran liberación y alivio, que a veces incluso puede manifestarse como una cierta euforia cuando soy capaz de “acompañar” ese movimiento incesante… cosa que no siempre ocurre. Ése es el mensaje y la esperanza que me recuerda el oscuro jugo de las moras silvestres maduras, que sigo comiendo de vez en cuando mientras paseo a los perros en este verano tardío y veo en la distancia el campanario de la iglesia tuerta de Sant Miquel de Marmellar, escenario de mi inesperada confirmación budista de anicca, la impermanencia.





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