lunes, 23 de agosto de 2010

Otra lección


Estaba ahora mismo ponderando la noticia que acabo de leer, sobre cómo un temporal en Amsterdam ha abatido el castaño centenario que Ana Frank, autora del famoso Diario y víctima del genocidio en Bergen Belsen, veía desde su escondite antes de ser descubierta y deportada:


Como se intuye por las fotos, era un ejemplar soberbio de aesculus hippocastanum, a pesar de estar enfermo de hongos y de haber sido apuntalado por el ayuntamiento para evitar su caída. Igual que con el árbol del bodhi de Bodhgaya –que según la leyenda desciende directamente del original que extendía sus ramas ahí cuando Siddhartha Gautama alcanzó el despertar–, también la Fundación Anna Frank ha intentado asegurar la descendencia de este espécimen al recoger y distribuir sus castañas por colegios de todo el mundo para que las planten.

Me preguntaba, claro, de cuánta historia habría sido testigo ese árbol superviviente de dos guerras mundiales, cuántas historias humanas y mundanas habría presenciado, desde la comedia más burbujeante a la tragedia más siniestra, y qué importancia habría tenido todo eso desde su punto de vista… Ninguno, seguramente. Nació allá por 1860, creció, se reprodujo (o se va a reproducir con ayuda humana) y ahora ha muerto. Se cierra el círculo; otros se abren, o ya estaban abiertos y siguen su curso lejos de nuestra vista. Una vez más, la impermanencia llama a la puerta con su perenne recordatorio.

Pensé entonces en la curiosa yuxtaposición de Ana Frank y el castaño, tan juntos y tan distantes a la vez: ella, sumida en el miedo, el aburrimiento, la angustia, la rabia… probablemente en todas esas pequeñas vivencias a las que damos tanta importancia y que asociamos superficialmente con “ser humanos”; él, dedicado en exclusiva a crecer y reproducirse.

Siendo sinceros, cuando nos comparamos así de crudamente con los demás seres vivos, ¿qué humano sale bien parado al respecto? Aunque vivieron dos años a sólo metros de distancia, la adolescente y el árbol eran dos universos paralelos que probablemente nunca se rozaron más que muy levemente. ¿No es eso una tragedia en sí mismo? Pero… ¿somos diferentes nosotros hoy en día con la vida que nos rodea?

En esas estaba cuando me levanto del asiento frente al ordenador, miro por la ventana y… ¡¿qué veo?!

El viento acaba de desgajar una gran rama de uno de los olmos que bordean la calle, que ahora yace cruzada en la calzada cortando el tráfico.

La impermanencia ha entrado hasta la cocina.

¿Dónde deja esta coincidencia todas mis reflexiones anteriores?

No valen más que las de Ana Frank ni las de ninguna otra persona involucrada en su identidad, a no ser que sirvan de estímulo o combustible para entrar de verdad en unidad con ese castaño truncado, esos hongos, ese olmo manco… con toda esa vida, en definitiva, que siempre parece estar disponible y esperando pacientemente por si hacemos el esfuerzo de abrirnos a ella.

Hale, me voy a meditar.


sábado, 21 de agosto de 2010

Una lección de vida

Estábamos todos congregados en torno a Lluna, que se nos acababa de morir delante de las narices sin que pudiéramos hacer nada para evitarlo. Personalmente, estaba entre consternado y cabreado; parecía un desperdicio tan evitable…

Entonces a alguien se le ocurrió traer a Apolo, el doberman que llegó con ella a Can Catarí hace año y medio. Ambos tenían un vínculo especial a pesar de sus diferentes caracteres y parece que antes de “aterrizar” con nosotros incluso habían tenido una camada juntos. Parecía buena idea darle la oportunidad de despedirse de su compañera de correrías.

Pero Apolo nos dio una gran lección. Se acercó al círculo que formábamos mirándonos por turnos a unos y otros, atento a lo que pudiéramos ofrecerle o pedirle. No hizo ni caso del cuerpo inerte de Lluna. No es que no lo mirara ni lo oliera; es que lo ignoró por completo, como si ahí no hubiese nada.

¿Qué sugiere eso? Que este perro, al que muchos considerarían un animal inferior, reaccionó ante la muerte con una naturalidad sorprendente de la que nosotros carecíamos. Apolo no reaccionó a las formas, a pesar de que el cuerpo de Lluna estaba ahí delante y aún no se había enfriado del todo; Apolo sólo reaccionaba a la fuerza de la vida, presente en los humanos que estábamos en corro.

Nosotros seguíamos viendo la cáscara; él veía más allá, y actuaba en consecuencia.

Dice el refrán que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio. Yo aquí le daría la vuelta: no hay mayor aprecio que hacer aprecio de lo que realmente importa. Ahí y en ese momento, bajo el almendro y a la luz del foco de la fachada de Can Catarí, Apolo nos enseñó cómo la fuerza de la vida es tajante en su dedicación exclusiva a la supervivencia.

Parafraseando al Evangelio, el mensaje de la fuerza vital que nos transmitió a cada uno con su lenguaje canino era en el fondo uno bien conocido:

“Dejad que los muertos entierren a sus muertos, y tú, que estás vivo, ¡sígueme!”

Por supuesto que enterramos a Lluna al día siguiente; pero no como muertos, espero, sino siendo conscientes de la línea finísima que separa la aparente vida de la aparente muerte… y de lo inexplicable que resulta estar vivo… y de la suerte que supone oír esa llamada y poder seguirla.

Adónde nos pueda llevar esa llamada no importa; de alguna manera sutil, bajo la inmensidad del cielo estrellado, esa noche comprendimos que era lo único que vale en este mundo.

martes, 3 de agosto de 2010

Raca-raca-raca


¿Alguien quiere saber cuál es la “canción del verano”? Para mí está claro: el canto de las cigarras, sin duda.

Raca-raca-raca… raca-raca-raca… raca-raca-raca… sin cesar, desde que el sol empieza a verter por todo el paisaje sus rayos ardientes como plomo fundido hasta que afloja su martilleo.

Hace ya más de un mes, en cuanto llegaron los calores del pleno verano, que empezó a oírse en Can Catarí este tradicional himno mediterráneo.

Cuando regresé a Madrid hace dos semanas, dejé atrás los montes cubiertos de pinos, los acebuches, almeces y almendros de la masía, los cantos de muchos pájaros, el vuelo de las mariposas, la brisa fresca del anochecer… todo lo que ayudaba tanto a la contemplación, excepto el canto de las cigarras, que me recibió también ahí como una señal de que seguía “en casa”.

Raca-raca-raca… raca-raca-raca… raca-raca-raca…

Sólo que en la ciudad, oía también otro tipo de “cantos” tradicionales provocados por el calor:

“Jesús, ¡qué calor hace!”
“Sí, acabo de pasar por un termómetro ¡y marcaba 37!”
“¡Qué barbaridad! Al final, van a tener razón estos del calentamiento global”.
“Pues dicen que mañana va a apretar más”.
“Pues yo ya no he podido dormir en toda la noche, así que mañana no sé qué voy a hacer”.

Etc. Ya os hacéis una idea.

Se dice que las comparaciones son odiosas, pero en este caso tampoco parece que los humanos con identidad estemos a la altura de las simples cigarras, tan pacientes, tan naturales, tan integradas con todo lo que está pasando a su alrededor.

Raca-raca-raca… raca-raca-raca… raca-raca-raca…

A algunos la imagen de este insecto les puede provocar cierto rechazo, o incluso abierta repugnancia. Pero no sé si no sería más apropiado reservar esa reacción para el comportamiento de las identidades humanas, que tan inútiles y absurdas son (en el mejor de los casos), cuando no directamente dañinas.

Sí, las identidades humanas... siempre tan dispuestas a quejarse, a buscar su propio provecho, a afirmar con violencia su pretendida superioridad sobre los demás seres vivos.

No hay identidad en el canto de las cigarras. Para mí es una canción de bienvenida, esté donde esté, que parece repetir sin pausa un mensaje sutil… Algo así como “Sí… Es verano y hace calor… Es correcto y natural... Qué bien que las cosas sean como son”.

Raca-raca-raca… raca-raca-raca… raca-raca-raca…