domingo, 10 de octubre de 2010

¿Ballenas antropomorfas? ¡No, gracias!


Hoy voy a hacer trampas: me voy a apoyar en un texto que he leído en prensa para escribir la entrada. El artículo trata sobre las ballenas y la fascinación que ejercen sobre los humanos.

Aunque mi contacto con estos cetáceos se limita a contemplar sus chorros de agua desde la costa norte de California y a escuchar de niño sus cantos grabados en unos discos de plástico flexible que incluía entre sus páginas la revista National Geographic allá por los años ’70, algunas de las cosas que dice me resuenan:

Contemplar una ballena es, en el fondo, asomarse al misterio de la vida: es un ser incomprensible y a la vez cercano, nos causa una enorme emoción sin llegar a entender muy bien por qué, y sabemos que nunca olvidaremos el momento en el que, por primera vez, escuchamos sus sonidos, vimos cómo su chorro de agua surgía del mar y percibimos su lomo o su frente salir por unos instantes del agua.

Sin embargo, son otras reflexiones las que me chocan, porque representan una postura sobre los animales muy común en nuestra sociedad; probablemente, yo mismo no andaba demasiado lejos de esas ideas antes de embarcarme en el camino del Dharma, que en realidad es un camino de comunión con la fuerza de la vida.

Desde mi punto de vista, la actitud que traslucen estas palabras a pesar de toda su aparente reverencia hacia las ballenas es prácticamente una garantía de que nunca podremos entrar en unidad real con ellas ni con ningún otro ser sintiente:

Hoare describe muy bien la impresión que provoca contemplar ese inmenso animal. “Es difícil no referirse a las ballenas en términos románticos”, escribe. “He visto a hombres adultos romper a llorar al ver su primera ballena. Y aunque es un error antropomorfizar a los animales, sólo por el hecho de que sean grandes o pequeños o monos o inteligentes, es propio de los humanos hacerlo, porque nosotros lo somos y ellos no. Es la única forma de alcanzar a comprenderlos”.

Esa última frase es la que me hace saltar, primero con incredulidad. ¿Cómo sabe el autor que “antropomorfizar a los animales es la única forma de alcanzar a comprenderlos”? ¿Cuántas otras maneras ha probado? Y, si ha probado varias que no han funcionado, ¿está seguro de que es porque son equivocadas y no porque simplemente las aplicó mal?

Pero, dejando eso de lado, lo que más me chirría es la proposición de proyectar nuestra humanidad sobre los demás seres vivos para comprenderlos.

Para empezar, proyectar no parece una buena manera de entender nada; al contrario, parece más bien una manera de mirarnos en el espejo. Y eso, sin contar con que la humanidad que proyectamos seguramente estará manchada por nuestra identidad –enfermedad que, curiosamente, las ballenas no tienen.

En ese caso, si las hacemos humanas, ¿las estamos apreciando o rebajando con nuestras proyecciones?

¿Qué hay de entender a las plantas y animales en sus propios términos? Esa proyección me recuerda a los argumentos bienintencionados pero miopes de quienes proponen extender los derechos humanos a los simios superiores en función de cuánto se parece su sistema nervioso al humano. ¿No tiene toda vida una dignidad inherente, con independencia de su semejanza o su utilidad para nosotros? ¿Acaso la vida de los demás seres sólo es valiosa en la medida en que se parece a la nuestra? Qué arrogancia y qué cortedad de miras. Si esos son los argumentos de los amantes de los animales… ¡menudo favor les estamos haciendo!

Afortunadamente, el camino del Dharma abre nuevas posibilidades en esta aventura en la que nos acompañan las amenazadas plantas y animales de este planeta: el potencial de abrir y desplegar la fuerza de la vida que compartimos con ellos y ser los guardianes y custodios que favorezcan la continuidad de la vida en toda su diversidad, más allá de los individuos particulares de cada especie, incluida la nuestra.

Ahí sí vislumbro una verdadera comprensión y unión con la vida y todos sus representantes, desde las majestuosas ballenas hasta el musgo más aparentemente insignificante.

Para eso, hará falta que dejemos de proyectar nuestras manchas de identidad sobre los animales… y también sobre nosotros mismos. Buen trabajo tenemos por delante.

Como parece decir la ballena de la foto al despedirse con su cola, “¡Antropomorfizaos vosotros! A mí dejadme en paz”. 


¿Cómo no estar de acuerdo con ella?

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