sábado, 24 de abril de 2010

Peces de colores


Recuerdo que, de pequeños, una amiga de mis padres nos regaló un acuario a mi hermano y a mí. Era un tanque de considerables proporciones, completo con sus rocas y arena de fondo, sus algas de imitación, un galeón hundido con cofres del tesoro de plástico, un tubo que disparaba burbujas, luces de noche y alguna parida más para darle ambiente al escenario.

Recuerdo la excitación con la que fuimos a la tienda a comprar los peces de colores, cómo arreglamos el acuario, lo llenamos de agua y esperamos un tiempo para depurarla y acondicionarla para sus nuevos huéspedes, que pronto se zambulleron en su hábitat adoptivo.

Una vez estuvo en marcha se convirtió en una visión magnífica, sobre todo de noche, con luz de fondo y encajado en un nicho de la pared que separaba el cuarto de estar del comedor. Tenía algo de hipnótico y relajante sentarse a contemplar el ballet de estos seres de colores, sus movimientos serenos y fluidos en el agua, en completo silencio salvo el burbujeo del oxígeno… Era mejor que ver la tele, aunque en realidad no pasaba nada. Y también alimentarlos era un momento especial, con las primeras sensaciones de hacerse responsable de un ser vivo.

Pero de repente las cosas cambiaron. Sin saber por qué, algunos peces empezaron saltar fuera de la pecera. Nos levantábamos por la mañana y nos los encontrábamos muertos sobre la alfombra… y yo me imaginaba su agonía, boqueando desesperadamente para respirar mientras los humanos dormíamos, y me sentía mal por no haber podido impedirlo.

Esos incidentes se solucionaron cubriendo la pecera con una red de mosquitos… Pero entonces los peces empezaron a atacarse y comerse unos a otros. Recuerdo la impresión de haber visto peces muertos flotando en el acuario, destripados, decapitados, sin una aleta… Había un desajuste total entre mis buenas intenciones y los resultados que estaba teniendo y, la verdad, yo no entendía por qué los peces rechazaban así nuestra hospitalidad.

Total, que llegado ese momento mis padres debieron decidir que ya era demasiado para unos niños tan pequeños y se acabó el acuario.

¿Qué lecciones saco de todo ello? Podría parecer que simplemente se trataba de elegir mejor los peces y no meter en el mismo acuario a depredadores y presas sin posibilidad de escape o escondite. Pero, en realidad, ¿no era el principal problema el confinamiento al que los teníamos sometidos? ¿Y no era la lucha por sobrevivir, la alternancia de vida y muerte que es la esencia de toda existencia en este planeta, algo que también estaba ocurriendo a pequeña escala en ese acuario?

Mirando hacia atrás sin ira, me parece que perdimos una buena ocasión de entender con mayor realismo cómo funciona la naturaleza, que tiene sus propias reglas y las mantiene a despecho de las condiciones que los seres humanos le impongan. Es cierto que en casos individuales como éste, la vida natural parece salir perdiendo cuando los humanos la sacan de su entorno propio y la “trasplantan” al suyo para que les haga compañía; pero si miramos un poco más allá, podemos ver que la naturaleza es más fuerte, porque aunque pierda ejemplares individuales sacrificados por la miopía o la insensatez humana, sigue asentada en la unidad de toda la vida, que incluye la muerte y aun así (o precisamente por eso) se mantiene viva.

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