miércoles, 7 de abril de 2010

Derechos animales... ¿deberes animales?

En nuestro trato con los animales de compañía y las plantas está la primera línea del frente en el conflicto entre la naturaleza y la mente desnaturalizada del ser humano.

¿En qué nos diferenciamos los homínidos autoproclamados “civilizados” de otros animales? En teoría, en que nos hemos elevado por encima de la despiadada lucha que establece la pura supervivencia del más fuerte. Nos hemos dado leyes y normas, un contrato social que regula los conflictos entre unos y otros sin recurrir a la violencia abierta (hay otras formas de violencia que nos resultan más aceptables).


[Esto, por cierto, me recuerda al chiste de los dos vascos que discuten acaloradamente hasta que uno de ellos, en un acceso de lucidez, se para y le dice al otro: “Pero, ¿para qué vamos a discutir, si podemos arreglarlo a hostias?”].


Volviendo al asunto, algunas personas biempensantes han extendido esa iniciativa legisladora al reino animal y han elaborado un catálogo de “derechos de los animales”. Al leerlos, me parece que se trata más bien de derechos animales en su relación con los humanos, porque entre animales muchos de ellos no se aplican; es decir, más que derechos de los animales propiamente dichos, estamos ante una presentación indirecta de deberes ideales que ojalá los humanos aceptaran en su relación con los animales.


Todo eso tiene buenas intenciones, sin duda, y quizá hasta haya mejorado las condiciones de vida de algunos animales. El problema es que cuando metemos la mente de por medio, sin tocar la esencia de las cosas, tienden a producirse situaciones mostrencas. Nos conformamos con medias verdades y anteponemos nuestra comodidad a llegar al fondo de las cosas, cosa que podría acarrear grandes cambios en nuestra vida individual y colectiva.


Recuerdo un documental que vi recientemente en el que una manada de hienas daba caza a un ñú. Se había rodado en una región de África donde las hienas compiten con los leones por sus presas y muchas veces tienen que retirarse después de haberlas abatido si ven que esos grandes felinos aparecen para disputársela. En ese juego, pues, no hay tiempo que perder: una vez se caza, hay que devorar a toda prisa. Desgraciadamente para el ñu, las hienas no tienen unas mandíbulas suficientemente grandes ni poderosas para matarlo al instante, como hacen los leones. En este caso, el resultado fue que las hienas empezaron a devorar a su presa cuando aún estaba viva.


¿Qué hizo el ñu? ¿Levantar la voz y protestar “¡Eh, que estáis violando mis derechos!”...?


No. Simplemente luchó lo que pudo para sobrevivir, con toda la dignidad de los animales ante la muerte, y sin rastro de pánico, miedo u odio en su mirada. Sucumbió con ecuanimidad total.


Este ñu reivindicativo es una caricatura, por supuesto, pero sirve para sacar a la luz algunos absurdos del afán legislador.


Convencionalmente, los humanos atribuimos y concedemos derechos sólo en la medida en que van unidos a deberes: son las dos caras de una misma moneda.


Si alguien ha sentido la necesidad de formular derechos para los animales... ¿cuáles son los deberes tácitos que atribuimos a los que hemos tomado bajo nuestro cuidado? Vamos a ver si este ejercicio teórico arroja alguna luz sobre el precio que les imponemos por convivir con nosotros.


Si un alienígena observara cómo son nuestras relaciones habituales con nuestros animales de compañía, podría deducir que se rigen según los siguientes “deberes de los animales”:


1) El animal de compañía tiene el deber de renunciar a su hábitat natural y amoldarse al espacio vital de su dueño.


2) El animal de compañía tiene el deber de renunciar a su instinto natural de buscar y conseguir su propia comida en el entorno que le corresponde. Al contrario, debe confiar únicamente en la buena memoria y el buen criterio de su dueño, que le ofrecerá los alimentos que juzgue más adecuados en cada circunstancia (¡si se acuerda!).


3) El animal de compañía tiene el deber de subordinar sus impulsos reproductivos a los intereses de su dueño, y aceptar la castración o vaciado cuando éstos así lo determinen.


4) El animal de compañía tiene el deber de renunciar a la manada natural con otros de su especie a cambio de integrarse como miembro subordinado en una familia humana (que puede ser “monoparental”).


5) El animal de compañía (entiéndase “perro”, pero no limitado a él) tiene el deber de supeditar sus necesidades de defecación al horario que más le convenga al dueño, sin posibilidad de saber por adelantado cuál será ni derecho a salidas regulares al efecto.


6) El animal de compañía tiene el deber de renunciar a su instinto natural de curiosidad y exploración, evitando escaparse o entregarse a conductas que profanen de cualquier modo la santidad de las posesiones, el hogar o el jardín de su dueño.


7) El animal de compañía tiene el deber de limitar su instinto natural de juego a aquellos momentos y condiciones que sean del agrado de su dueño, siempre sin menoscabo de sus bienes materiales o intereses.


8) El animal de compañía tiene el deber de aceptar sin protestar ni defenderse cualquier comportamiento imprevisible o desconsiderado por parte de cualquier miembro de la familia, en especial los niños, incluidos juegos, bromas o trato cruel.


9) El animal de compañía tiene el deber de conocer el lenguaje y las convenciones sociales del ser humano a fin de no causarle molestias ni disgustos a su dueño. Debe entender y obedecer al punto, sin cuestionarlas, las órdenes que se le den y debe respetar la propiedad privada de su dueño, ajustando su conducta lo más posible a la del humano que le da sustento y cobijo.


10) El animal de compañía tiene el deber de entender las necesidades y/o carencias emocionales y afectivas de su dueño, aceptar cualquier capricho que éste le imponga por contrario que sea a su naturaleza, y modular su comportamiento de modo que cumpla a la perfección la misión de compañía/consuelo para la que se le ha adquirido.


11) El incumplimiento de cualquiera de estos deberes puede ser castigado con el abandono o el sacrificio.


Probablemente la mayoría de nosotros no creamos en los alienígenas. Sin embargo, ¿cuántos estaríamos dispuestos a jurar que las observaciones de nuestro hipotético hombrecillo verde son igualmente ficticias?

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