lunes, 10 de mayo de 2010

Las malas artes del bonsai



Antes he hablado del impulso humano manchado de domesticar la naturaleza, reduciéndola a nuestra misma condición... Y es que, como dicen los anglosajones, misery loves company: a la desgracia le encanta sentirse acompañada.

Esa domesticación no sólo se aplica a las mascotas, sino que algunos, en su funesta inventiva, también han encontrado la manera de extenderla a los árboles. ¿Cómo iba a ser de otra manera? Nos hemos alejado tanto de la vida natural que un simple árbol, inofensivo por lozano y soberbio que sea, parece una denuncia tácita de nuestra condición disminuida y una amenaza a nuestra autoestima como especie dominante.

Así es, sin duda. ¿Qué se habrán creído esos árboles? ¿Cómo se atreven a ser más altos que nosotros, a sacar su follaje y perderlo sin nuestra supervisión o permiso, a sobrevivir a sequías, rayos y vendavales, a brotar de las mismas piedras? Hay que parar esa locura... ¿Cómo? Muy fácil: hagámoslos enanos y dependientes, a nuestra imagen y semejanza. Hagamos bonsais.

No sé ni me imagino a quién demonios se le ocurriría esta idea por primera vez: tomar algo que en la naturaleza es absolutamente sublime, desterrarlo del hábitat que le es propio, transplantarlo a una mísera maceta, y ahí interferir con sus patrones de crecimiento y desarrollo natural, manipulándolo de diversas maneras supuestamente ingeniosas... Y todo, ¿para qué? Para convertirlo en un tullido, en un penoso remedo de lo que podría ser. ¡Digno triunfo de la mente mezquina que lo concibió!

La jugada casi recuerda a la de esos mendigos que atan e inmovilizan a sus bebés, forzándolos a contorsiones imposibles para causarles malformaciones. Así, una vez han sido apropiadamente lisiados de por vida, podrán suscitar la conmiseración de los transeúntes cuando crezcan y empiecen a mendigar y eso les permitirá arañar la suficiente limosna para no morirse de hambre: un ejemplo literal de “deformación profesional”.

En el bonsai también se aprovecha la pugna constante del árbol por crecer de acuerdo con lo que le dicta su propia naturaleza. Sólo que, ¿qué necesidad tiene el árbol de que alguien se apiade de él y le eche unas monedas? ¿O, visto de otro modo, de que alguien lo admire? El árbol sólo “quiere” ir a lo suyo, desplegando el programa de nacimiento, crecimiento, reproducción y muerte que le es inherente.

De esa manera retorcida, la lucha de la naturaleza por salir adelante con los medios a su alcance no hace más que jugar a favor del “bonsayista”, que gracias a ese impulso ciego puede modelar a su víctima de acuerdo con su capricho y exhibirlo como un triunfo de su propia voluntad y pericia. Qué abominación; pero qué revelador también sobre el trato que le damos al empuje vital, incluso al que alienta en nosotros mismos.

¿Qué necesidad tenemos de producir sucedáneos inferiores de la vida que brota espontánea y gratuitamente alrededor de nosotros? ¿Qué necesidad hay de dejar nuestra mancha humana en todo lo que hacemos, o de imponérsela a lo que aún no podemos imitar?

Con razón los bonsais nunca me han producido admiración, sino la misma mezcla de repugnancia y tristeza que también siento ante los animales amaestrados del circo, reflejos mortecinos de una mente enferma.

Pero, aparte del rechazo que puedan generar, estas formas torturadas nos deberían recordar algo importante: que la misma mente manchada y la misma vida natural que interactúan de forma nefasta en el bonsai también están presentes dentro de cada uno de nosotros, enfrentadas de la misma manera.

Por eso, en nuestras manos tenemos una elección tremenda: la posibilidad de vivir de acuerdo con el potencial natural del ser humano... o, por el contrario, de malgastar nuestra vida al servicio de la identidad y acabar convertidos en un engendro jibarizado.

¿Cuál de las dos elegiremos?

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