domingo, 16 de mayo de 2010

En la variedad está el... ¿disgusto?

El otro día, mientras me asomaba a la ladera desde el balcón de Can Catarí Nou y constataba la proliferación de hierbas y plantas de todo tipo que estaba volviendo a cubrir las zonas que desbrocé a brazo partido, con innegable heroísmo, hace unos años, me vino a la mente una pregunta:

¿Por qué hay tanta variedad de formas de vida? ¿Por qué no puede haber nada más “plantas”, o a lo sumo “hierba” y “árboles”? ¿Por qué, en vez de eso, tiene que haber hinojo y lentisco, garriga y cardos, zarzas y pinos, diente de león, olivos, hiedra, margaritas, encinas, trigo y cebada silvestre, esparragueras… y decenas de otras especies, cuyo nombre ignoro?

(En realidad, la pregunta tomó más bien la forma de un “¿Por qué **** hay tanta variedad…?”, pero tampoco hay que cebarse en los detalles).

Claro que era mi remolona identidad de confusión la que se hacía estas preguntas, suspirando ante la perspectiva nada apetecible de enfrentarse de nuevo a un segundo desbroce... que, por supuesto, tampoco sería definitivo. Y es que, aunque a corto plazo el humano se pueda imponer, a la larga la naturaleza suele acabar prevaleciendo, porque es una fuerza formidable e inasequible al desaliento, a la que nada distrae de su única misión, que es crecer y multiplicarse, como dice el Génesis.

En definitiva, parece como si todo mi esfuerzo de limpieza no hubiera servido para otra cosa que para darle más empuje a la naturaleza, que ahora se despliega exultante y vuelve a reclamar para sí los espacios que le había arrebatado. Ni que decir tiene que me sentí muy poca cosa, como David contra Goliat (o el Valladolid contra el Barça), ante el triunfo evidente de esa fuerza ciega; un triunfo más rotundo si cabe ahora gracias a los chaparrones y los primeros calores de esta primavera, refrendado por la unanimidad entusiasta con la que todas las plantas se han lanzado a recuperar el terreno perdido.

Pero, más allá de mis lamentaciones, la pregunta no sólo tiene sentido sino que además ofrece una respuesta bastante probable. ¿Por qué tanta variedad? Porque la naturaleza desarrolla su programa de supervivencia con previsión y prudencia, sin poner todos los huevos en la misma cesta.

Eso significa que, en un entorno en constante transformación donde nunca se sabe qué puede ocurrir, lo más seguro es generar distintas especies, cada una con su configuración específica de puntos fuertes y débiles, para que ante un cambio drástico en las circunstancias no sucumban todas a la vez. Cada especie sería entonces como un ensayo más en la larga carrera de prueba y error que es la evolución de la vida en este tercer planeta del Sol: un experimento inacabado, sí, pero no inacabable.

En ese sentido, lo importante es que la vida siga adelante, sea cual sea la forma particular que tome, y no la fortuna individual de una especie concreta, ni siquiera del ser humano. Desde el punto de vista de esa fuerza inteligente que alienta en todos los seres vivos y reacciona adaptando sus genotipos y fenotipos a los cambios del ambiente, los aparentes individuos somos prescindibles, desechables, meras anécdotas en la gran corriente viva que habita el planeta. Si nosotros nos vamos, otros ocuparán nuestro lugar, como sostenía ese documental sobre insectos que hace ya muchos años llegó a los cines españoles con el ominoso título de Heredarán la tierra.

Nos guste o no, para la naturaleza, la vida, o como quiera que la llamemos, no importa si en un momento dado lo único que sobrevive en la tierra son las cucarachas o, por el contrario, el elenco más selecto y refinado de bailarines y bailarinas del ballet Bolshoi; ella seguirá adelante con lo que haya a mano, tenga las patas que tenga.

Por contra, los humanos hemos acumulado un poder de destrucción inimaginable y probablemente estamos ya en posición de aniquilar toda forma de vida y convertir a la tierra en un pedrusco sideral yerto y desolado. Ahí le superamos sin duda a la naturaleza, aunque sea un mérito más que dudoso. En cambio, cuando llega el momento de crear no somos más que una sombra pasajera en comparación con ella, sobre todo si lo hacemos enfrentándonos a sus impulsos –como sólo los humanos somos capaces de hacer– o si esa “creación” no nace enraizada y alimentada por la fuente misma que nos presta la vida a todos los seres.

Es algo que intentaré tener presente si en algún momento, desatendiendo el sentido común, me animo a desbrozar esa ladera otra vez.

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