sábado, 8 de mayo de 2010

¿La "república independiente de tu casa"?

Cuando pienso en nuestra relación con los animales de compañía, empiezo a darme cuenta de cosas que antes me habían pasado desapercibidas. Esta reflexión abre un ángulo interesante, porque reúne por un lado a la naturaleza, representada por los animales, y por otro a los humanos, que supuestamente hemos superado el estadio natural en nuestra evolución para llegar a otro más “avanzado”.

Es evidente que ni los canarios, los hamsters o los gatos saben poner lavadoras, manejar la Thermomix ni programar la tele para grabar películas a las 2 de la madrugada; pero ¿los convierte eso en inferiores?

Hace tiempo que en Occidente consideramos un avance el habernos separado de la naturaleza. Los mitos fundacionales de nuestra cultura así lo reflejan, desde el proto-hombre Adán que se enseñoreó de la Creación por mandato divino a los héroes griegos que se dedicaron a limpiar el mundo de monstruos, hidras y gorgonas para hacerlo más habitable a sus semejantes. Otro gallo nos cantaría si fuésemos chinos, por ejemplo, y contáramos con un legado daoísta de unidad con la naturaleza; pero, para nosotros, habernos salido de la masa amorfa de la vida natural equivale a una emancipación.

¿Y qué fue lo que ganamos a cambio de dejar atrás a la “madre naturaleza”? Una respuesta obvia es la posesión de un hogar propio.

Antes, en las cuevas prehistóricas, los humanos primitivos convivían unos con otros, todos juntos y más o menos revueltos, en contacto con el mundo natural. Más adelante, las tiendas de los indios de las praderas o las yurtas de los mongoles muestran cómo eran las viviendas de los cazadores-recolectores: frugales, naturales por sus materiales de construcción y poco propicias al apego por el hecho de que cada cierto tiempo se desmontaban para cambiar de asentamiento.

Sin embargo, la suerte cambió con la llegada del sedentarismo y sus casas fijas. Una casa estable ya es un bien duradero, que se puede poseer (a costa de excluir a los demás) y al que uno se puede apegar. Hoy, la casa es el espacio de la identidad por excelencia, donde el guerrero urbano encuentra su reposo tras el largo combate en la oficina o el tajo. Como decía una reciente campaña publicitaria de gran éxito: “Bienvenido a la república independiente de tu casa”.

Uno de los problemas de ese espacio “independiente” es que nos separa de todo lo natural que es nuestra herencia. Ahora, la casa es la línea de batalla donde los humanos trazamos la división entre nuestro espacio y lo de fuera, incluyendo lo natural. Ahí dentro, incluso la persona más sensible y amante de los animales se siente justificada a la hora de matar insectos, ratones y cualquier forma de vida que le moleste. Después de todo, nos lo hemos ganado, ¿no?, ¡para eso somos superiores! Y con esas cuatro paredes bien cuadradotas y el cacho techo que las corona, ¡que no digan que se puede confundir con un espacio orgánico!

Pero, para no notar demasiado el ahogo que supone haberle dado la espalda a nuestras raíces de convivencia con toda la vida, contamos con nuestros animales de compañía: perros, gatos, jilgueros, conejos... hasta iguanas y gusanos de seda. Otra posesión más que unir a la colección que ya tenemos en casa: muebles, electrodomésticos, cd’s y dvd’s... (y quizá también... ¿la parienta?... ¿los niños?).

Sólo les exigimos una cosa para admitirlos en nuestro Club Méditerranée privado: que acepten que se les domestique.

¿Y qué es esa domesticación? Cortar, abortar y alterar sus comportamientos naturales para acomodarlos a nuestro hábitat no natural. En definitiva, tratarlos como si fueran bonsáis animales.

A veces me imagino lo que podría pasar si, en vez de domesticar así a los animales, les permitiéramos que ellos nos “des-domesticaran” a nosotros. No sería cuestión de asalvajarnos en el sentido de andar a cuatro patas, comer a dentelladas e ir cagando por las esquinas, sino de entrar en contacto con esa primogenitura natural que sacrificamos por un plato de... ladrillos.

En ese caso, igual podríamos experimentar de nuevo algo de la alegría desinteresada, el compañerismo genuino y la dedicación a los demás que nos corresponden y que aún se pueden vislumbrar entre las gentes de algunos países considerados subdesarrollados... y tienen raíces entre algunos de esos animales “inferiores”.

En realidad, nuestras casas no son espacios inertes, sino que ejercen una influencia sutil sobre las mentes que las conciben como algo real y permanente. Porque, bien visto, ¿quién ha domesticado a quién? Tristemente, son nuestras casas (en realidad, la mente que las concibe como casas) las que nos han domesticado a nosotros. Y ahora nosotros les queremos hacer lo mismo a los animales.

¿Por qué no dejamos que la vida animal y vegetal que aún nos rodea devuelva las cosas a un cauce más natural y acorde con el verdadero potencial del ser humano en su sentido más profundo?


¡Al cuerno la "república independiente de tu casa"! Bienvenido a la ancha tierra que compartimos con todos los demás seres vivos bajo un mismo cielo.

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