La mata de salvia lleva unas semanas en flor delante de la masía. Cada tallo alza unas flores moradas hacia el cielo, como si esperara visita.
Y la visita no tarda en llegar, y vuelve una y otra vez, como si se sintiera naturalmente bienvenida: docenas de abejas revolotean sobre la mata y pululan de flor en flor día tras día.
Una vez ahí, se toman todo el tiempo del mundo para realizar su tarea. Literalmente, no tienen nada mejor que hacer, y eso se nota.
Viendo el ballet aéreo de estas abejas, me doy cuenta de que no hay colisiones ni conflictos entre ellas... igualito que nuestro tráfico rodado y su esquivo arte del aparcamiento urbano.
Al mirarlas con un poco más de atención, me doy cuenta de que ninguna sigue un orden regular o sistemático: aterrizan en una flor, entran en ella y recolectan el polen o vuelven a ponerse en marcha, pero muy a menudo saltándose las flores más cercanas. ¿Será que son capaces de detectar sin posarse en ellas cuáles están vacías y cuáles no? Yo desde luego no puedo. Sin embargo, también veo que ni una flor se queda sin visitar y cosechar.
Vistas una a una, las abejas parecen algo caóticas, pero en conjunto juraría que hacen un trabajo impecable... tan impecable como la salvia y todas las demás plantas y animales que viven libres en la naturaleza.
¿Por qué somos nosotros los únicos “pecables”?
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