sábado, 24 de julio de 2010

Meditación bajo los cedros



Ayer, esperando a un amigo bajo los cedros, me preguntaba de dónde salía esa sensación de estar en casa junto a los árboles.

En Can Catarí tengo la suerte de estar cerca de la enseñanza del Dharma y rodeado de naturaleza. Son dos cosas que van tan bien juntas que en realidad se acompañan y refuerzan la una a la otra.

Pero aquí en la ciudad las cosas son distintas, porque falta el “hervor” de la enseñanza. En estas circunstancias, la naturaleza se convierte en un refugio reconfortante, pero también me recuerda que en cierto sentido aún estoy “cojo”.

Miro hacia las ramas y las copas de los grandes árboles y siento que, al ser tal como son y vivir como viven, están hablando el mismo lenguaje inmemorial que hablaron sus antecesores desde la noche de los tiempos.

Miro los pájaros que revolotean en el aire dorado del atardecer y los perros que corretean por la pradera oliéndolo todo mientras ignoran las llamadas perentorias de sus amos, y sé que participan en la misma conversación que los cedros, los chopos y la hierba.

Pero luego miro al parque y sus jardines cuidadosamente diseñados y veo la obra de mentes humanas, con su afán por el orden y las formas nítidas, alejadas de la unidad con la fuerza primordial que ha producido toda esta vida. Incluso en el macizo más encantador de pensamientos arremolinados en torno a un abeto noto cierta violencia hacia el Dao natural.

Y entonces me miro a mí mismo y me veo… ¿cómo? A medio camino entre una y otra orilla… dejando atrás la llave paralizante de la mente cuadriculada y aprendiendo el lenguaje/no-lenguaje de la pura experiencia de estar vivo y ser uno con todo lo que vive.

Algún día, espero, sabré ese idioma. Por ahora, sigo trabajando con las torpes, torpes palabras humanas... y mirando más allá, hacia lo que asoma en el horizonte... bajo los cedros, entre las hierbas, en la luz de un atardecer de oro.

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