miércoles, 28 de julio de 2010

Toros y tortura: aún queda camino por recorrer


“Durante estas fiestas, populares en Cataluña, los toros habitualmente se quedan ciegos o sufren graves daños oculares por la caída de las cenizas candentes en sus ojos”.

Antes de que nadie eche las campanas al vuelo para celebrar los valores éticos y progresistas de la clase política catalana por la prohibición de las corridas de toros, aprobada hoy por mayoría absoluta en el Parlament, convendría no perder de vista la cruda realidad: los correbous siguen siendo legales en Cataluña, a pesar de las altisonantes proclamas de algunos protagonistas de la iniciativa, satisfechos de haberse acercado un poco más a Europa en su imaginación al tiempo que mantienen intactas ciertas costumbres propias de la España más negra.

Los correbous [“corretoros”, en traducción literal del catalán] son los encierros propios de las fiestas mayores en las localidades de la zona [sur de Tarragona]. En ellos, los animales son cercados y más o menos maltratados según el lugar, la tradición –en algunos pueblos se le ponen bolas de fuego en los cuernos– o las ocurrencias improvisadas de los jóvenes armados con palos y barrotes durante las fiestas. La popularidad de esta celebración, supuestamente blindada y desligada de la posible prohibición de las corridas de toros, se convierte hoy en recelo: grupos antitaurinos recuerdan que en los correbous también se maltrata –en mayor o menor medida– a los toros, motivo clave por el que los partidarios de la abolición justifican la prohibición de los toros. ¿Y de los correbous?

Los políticos asumen que prohibirlos supondría un coste político impagable. Por ello desde el inicio del debate aseguraron a las bases locales que la prohibición a las corridas iría de la mano de una norma que blindaría a los encierros con una ley específica. El argumento consensuado es que a estos toros locales no se les da muerte, lo que las hace aceptables. (Ferrán Balsells, EL PAÍS, 28 de julio de 2010; el énfasis es mío).

Después de leer esto, ¿hay razones para la esperanza? Parecería que sí, si atendemos a las razones dadas por algunos altos cargos políticos:

El vicepresidente de la Generalitat, Josep-Lluís Carod-Rovira, ha votado a favor de la prohibición de las corridas porque “el siglo XXI debería ser incompatible con la tortura pública de los animales como espectáculo”. El vicepresidente ha justificado su voto favorable porque “todas las tradiciones, por más catalanas que sean, tienen que adaptarse a su época” (EL PAÍS, 28 de julio de 2010).

Pero, ¿qué dicen los hechos? ¿Se trata de verdad de respeto a la dignidad de los animales, o es un debate contaminado por los intereses políticos del momento? Algunos medios de comunicación menos afectos al actual gobierno tripartito de Cataluña son muy críticos respecto de la práctica continuada de encierros con correbous:

El año pasado se presentaron nueve recursos ante la delegación del Gobierno catalán por presunto maltrato a los toros. […] los casos son archivados sistemáticamente […].

«Los bous no son un espectáculo como las corridas, sino un juego entre el animal y el hombre», afirma el diputado convergente Francesc Sancho.


En las tierras del Ebro son tradicionales cinco modalidades: en la plaza, en la calle, ensogado o capllaçat, de fuego o embolat, y de exhibición de habilidades. En las dos primeras, se deja libre el toro en el recinto pertinente y los jóvenes provocan sus embestidas e intentan esquivarlas.


En poblaciones como L'Ampolla y Les Cases d’Alcanar el recorrido se desarrolla en el puerto marítimo, en cuyas aguas caen continuamente mozos y bous [cabe preguntarse, añado yo, cómo sale el toro del mar… si es que sale]. Esa variante específica, junto con las modalidades de capllaçats y embolats, son las más perseguidas por las protectoras.


La primera de estas últimas consiste en soltar el toro por las calles con los cuernos atados a una cuerda que los mozos estiran para controlar la carrera del animal. En el embolat, se instala una estructura metálica en los cuernos con dos bolas de fuego en la parte superior.


Desde el 2004 los organizadores adoptan voluntariamente un Manual de Buenas Prácticas que incluye, al finalizar el festejo, una revisión veterinaria.


«Sus informes fundamentan el archivo de las denuncias», explica el delegado del Govern en las Terres de l’Ebre, Lluís Salvadó. «Es una aberración decir que hay maltrato, como lo sería decir que se maltrata a los caracoles en Lérida», asegura Miquel Ferré, presidente de la Agrupació de Penyes de les Terres de l'Ebre (Periodista Digital, 28 de julio de 2010).


La verdadera aberración es que se permita seguir con esta costumbre, ya sea en Cataluña o en el resto de España. La dignidad intrínseca de la vida recomienda vivamente y sin cesar que se suprima todo tipo de maltrato animal –por no hablar de la tortura pública y comunal como forma de diversión popular, práctica que en España cuenta tristemente con una larga tradición.


Pero júntese la cortedad de la mente cognitiva, la mezquindad de los intereses y apaños políticos de cortos vuelos, y el falso y ciego orgullo de las identidades individuales y colectivas… y se obtendrá un engendro bastante parecido a lo que hemos visto y oído hoy.


Hay que ir más profundo. No se puede ir haciendo equilibrios con la vida y la muerte según convenga.


Como dijo Buda, todo lo que les hacemos a los demás, nos lo hacemos a nosotros mismos. Para mí, en ese “demás” están todos los seres vivos.



sábado, 24 de julio de 2010

Meditación bajo los cedros



Ayer, esperando a un amigo bajo los cedros, me preguntaba de dónde salía esa sensación de estar en casa junto a los árboles.

En Can Catarí tengo la suerte de estar cerca de la enseñanza del Dharma y rodeado de naturaleza. Son dos cosas que van tan bien juntas que en realidad se acompañan y refuerzan la una a la otra.

Pero aquí en la ciudad las cosas son distintas, porque falta el “hervor” de la enseñanza. En estas circunstancias, la naturaleza se convierte en un refugio reconfortante, pero también me recuerda que en cierto sentido aún estoy “cojo”.

Miro hacia las ramas y las copas de los grandes árboles y siento que, al ser tal como son y vivir como viven, están hablando el mismo lenguaje inmemorial que hablaron sus antecesores desde la noche de los tiempos.

Miro los pájaros que revolotean en el aire dorado del atardecer y los perros que corretean por la pradera oliéndolo todo mientras ignoran las llamadas perentorias de sus amos, y sé que participan en la misma conversación que los cedros, los chopos y la hierba.

Pero luego miro al parque y sus jardines cuidadosamente diseñados y veo la obra de mentes humanas, con su afán por el orden y las formas nítidas, alejadas de la unidad con la fuerza primordial que ha producido toda esta vida. Incluso en el macizo más encantador de pensamientos arremolinados en torno a un abeto noto cierta violencia hacia el Dao natural.

Y entonces me miro a mí mismo y me veo… ¿cómo? A medio camino entre una y otra orilla… dejando atrás la llave paralizante de la mente cuadriculada y aprendiendo el lenguaje/no-lenguaje de la pura experiencia de estar vivo y ser uno con todo lo que vive.

Algún día, espero, sabré ese idioma. Por ahora, sigo trabajando con las torpes, torpes palabras humanas... y mirando más allá, hacia lo que asoma en el horizonte... bajo los cedros, entre las hierbas, en la luz de un atardecer de oro.

martes, 20 de julio de 2010

Malas hierbas


Anoche, por una circunstancia poco habitual, nos encontramos un rato Shandiedang y yo con Shan-jiàn y Sellva delante del local donde viven en Vilafranca.

En un momento dado de nuestra conversación, nos fijamos en unas hierbas silvestres, de esas que convencionalmente se suelen llamar “malas hierbas”, que habían brotado entre el bordillo de la acera y el asfalto y recorrían prácticamente toda la calle desde los contenedores de basura del inicio hasta la pared del fondo.

Como dedujimos rápidamente, las hierbas se beneficiaban del agua que recorría ese borde de la calzada aprovechando su ligera cuesta abajo, como se veía por las marcas que había dejado en el pavimento con el paso del tiempo.

Esa agua era probablemente la que venía del restaurante de la esquina, que vacía en la calle baldes y cubos con el agua sucia de fregar los suelos, preparar los alimentos y limpiar las cocinas.

Pensándolo un momento, me quedó clarísimo cuánta razón tenemos en llamarles “malas” a estas hierbas.

Crecen al lado de la fantástica basura y la cochambre aromática que los buenísimos humanos amontonamos en los contenedores, y a menudo alrededor de ellos también, en plena calle.

Están aprisionadas entre el noble cemento de los bordillos y el espléndido asfalto con el que enmoquetamos la tierra, y se empeñan en romper el orden estéril de líneas y ángulos rectos que tanto nos gusta imponer allá donde vivamos. 

Rompen la armonía de grises urbanos con colores no homologados por nuestro magnífico Ayuntamiento.

Brotan en un exclusivo callejón oscuro donde a menudo apenas luce el sol.

Las regamos con la sublime agua sucia de nuestros baldes y fregonas, llena de productos químicos nocivos para la vida.

Pero ellas, las muy condenadas, se empeñan en asomar la cabeza y seguir viviendo.

Dales un mínimo resquicio, el hueco más inverosímil, y por ahí brotan y se ponen a crecer en silencio, sin protestar ni lamentarse.

Dales las condiciones más desfavorables para que desplieguen su propia naturaleza y ellas siguen dando el 100% de su potencial, sin reservarse nada para tiempos mejores, sin hacerle ningún asco o reproche a nada ni nadie.

¡Malas hierbas, sin duda!

Habrá que darles unos buenos azotes…

miércoles, 14 de julio de 2010

Renacimiento (sin identidad)


Esta mañana, al mirar por la ventana del baño, he tenido una pequeña sorpresa: una de las ramas del olivo, que se había desgajado durante la gran nevada de este invierno pasado y que algunos Shanes solícitos habían vuelto a colocar en su sitio asegurándola con cable eléctrico y embadurnando la “herida” con barro para evitar infecciones, ha vuelto a brotar.

Ahora no es más que una especie de miembro amputado atado a la parte sana del árbol: muy poca cosa en comparación con la magnífica rama frondosa que cedió bajo el peso de la nieve. Aun así, de su cuerpo salen varios brotes que apuntan a lo alto, como flechas festivas adornadas por unas hojas pequeñas y de un verde más vivo que las demás, encantadas de ser las últimas en llegar.

Algo se me ha movido dentro cuando lo he visto. Si este árbol lo está consiguiendo, también hay esperanza para nosotros, que estamos en un trance similar. Nosotros también hemos quedado mutilados bajo el peso de la identidad.

Igual el camino pasa por recuperar nuestra propia “mente de olivo”, que, a pesar del ruido innecesario que arrastramos en la cabeza, es capaz de atender a lo que importa con calma, paciencia, perseverancia, introspección y determinación.

Este olivo, que aguanta con la misma paciencia las nevadas y el sol inclemente de julio, se ha convertido para mí un símbolo del no resistirse y no rendirse, y de la mente budista que sabe cómo hacer lo que hay que hacer sin fanfarrias ni alharacas.

¡Larga vida a este olivo y a todos los seres vivos que embellecen la tierra con sus vidas y sus muertes y nos dan lecciones constantes sobre cómo volver a ser, por fin, seres humanos de verdad!