domingo, 20 de junio de 2010

Mamba

El aparente declive de Mamba, una de las sharpeis de Can Catarí, es una buena “prueba del algodón” de cómo vivo el proceso de la muerte.

También aquí puedo trabajar sobre la última conceptualización de la naturaleza, porque ¿qué sería la naturaleza sin la vida? ¿Y qué sería la vida sin la muerte? No se pueden entender por separado.

Cualquier cosa que se marcha de este mundo del samsara le está haciendo sitio a la que viene detrás, ya mismo, para sucederle. Nos perdemos el ritmo de ese baile universal si nos enfrascamos en un caso particular.

Cuando me despedí de Mamba ayer, antes de tomar el tren a Madrid, nos miramos un momento a los ojos –bueno, al ojo, porque sólo abrió el derecho mientras yo le acariciaba la barbilla. Siempre es interesante entrar en la mirada de los animales, porque nos llega de un lugar desconocido donde no hay identidad.

Es cierto que Mamba tenía la mirada vidriosa, y si quisiera darme aires incluso podría decir que detecté en ella la veladura de la muerte; pero lo que no capté ni por asomo fue miedo, ansiedad, angustia ni reproche alguno.

Mamba llegó a Can Catarí hace cuatro meses largos, con un diagnóstico de insuficiencia renal y el veredicto de cierto veterinario de que había que sacrificarla. En este tiempo ha vivido una vida más natural y sana que antes: ha jugado y corrido al aire libre con otros perros, ha ladrado y se ha divertido provocando a las otras sharpeis, ha gruñido a todo perro que se acercara a “su” balde de agua, incluso ha pegado y recibido mordiscos en un par de trifulcas caninas y ha recibido todo tipo de cuidados y cariño natural de los humanos que se ocupaban de ella –sin los mimos culinarios a los que la habían acostumbrado sus anteriores dueños. En ningún momento se ha quejado ni ha dado muestras evidentes de que sería más humanitario sacrificarla. Yo diría que ha estado feliz, con el bienestar natural que no tiene contraparte.

Todo este tiempo ha sido un “sí” a la vida. Incluso diría que en su mirada ayer había un “sí” a la vida. Mejor dicho, su mirada mantenía una llama de vida, que en sí misma dice siempre “Sí”.

Esa es la fuerza de la naturaleza para mí, ese “Sí” sempiterno, incondicional, venga lo que venga… hasta la muerte: un “Sí” sin “No”; un “Sí” que simplemente se apaga cuando llega el momento… al tiempo que se enciende en otro lugar, en mil otros lugares, en millones y millones de formas diferentes del ciclo de las existencias.

Sí… adelante, adelante… Sí.

Siempre Sí.

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