“Ya solo mide cuatro pisos, pero con su frondosa copa superaba los seis. El cedro del número 66 del Paseo de la Castellana, casi centenario, fue ayer mutilado para, próximamente, ser talado. La Castellana pierde a su abuelo porque “incidía” en la fachada de un edificio”.
Así narraba hoy un diario nacional la destrucción de un árbol venerable en Madrid.
Claro, que no ha sido una decisión gratuita. El cedro “incidía” en un edificio contiguo.
Un incidente así no puede quedar sin castigo.
Por la foto que acompaña a la noticia, parece que sí que era un cedro antiguo, no sé si centenario, pero muy probablemente bastante más antiguo que el edificio que se ha decidido proteger. Pero, curiosamente, era el cedro el que “incidía” en el edificio y no el edificio en el cedro, que ya estaba ahí cuando lo construyeron.
Siempre me parecieron majestuosos los cedros, con esas amplias ramas colgantes que se inclinan hacia el suelo como en gesto de paz y bendición. Y me sorprendía y alegraba que hubiera tantos y tan sanos en una ciudad como Madrid, áspera y agresiva. Pero claro, eso son rarezas mías, propias de alguien que no entiende las “incidencias” de la vida municipal.
Buda decía que todo lo que les hacemos a los demás nos lo hacemos a nosotros mismos. A mí en este caso me parece que se aplica también lo inverso, es decir, que todo lo que les hacemos a los demás nos lo hemos hecho antes a nosotros mismos. ¿Cómo mutilar si no este cedro soberbio por el simple hecho de estar rebosante de salud si uno no ha cercenado antes la raíz de su propia conexión con toda la vida? ¿Quién se podría sentir amenazado por su noble presencia sino alguien secretamente acomplejado por su insultante lozanía? Es como si no nos bastara haber salido del Jardín del Edén; ahora volvemos nuestra destrucción contra todos los seres que se quedaron ahí, como en venganza por no acompañarnos en nuestro extravío.
Creemos que vemos en esta foto la derrota de un árbol pero lo que vemos es la mente humana manchada que no duda en sacrificar la vida natural en aras de su falso bienestar, sin darse cuenta de que al hacerlo estrecha más y más el nudo de la soga que ella misma se ha colocado al cuello.
lunes, 23 de enero de 2012
sábado, 3 de diciembre de 2011
Flores de tierra
Como cada año tras
las lluvias y los primeros fríos del otoño, las setas vuelven a aparecer en Can
Catarí y sus alrededores.
Igual que en otras
ocasiones, lo hacen acompañadas por otro tipo de fenómenos, que brotan con
fuerza bajo nuestros pies cada vez que cae agua del cielo.
Son los
hormigueros, que surgen como flores de tierra en lugares insospechados: flores
sin vida propia, pero señal de que hay vida bajo la superficie, combatiendo a
su manera contra los rigores del clima.
Mirando estas
flores de tierra no puedo dejar de admirar su simetría irregular y orgánica.
Cada grano de tierra o arena que las forma lo ha transportado una hormiga que
no sabía nada ni pensaba nada ni tenía plan maestro alguno más allá de seguir
su impulso natural, sin deseos, sin expectativas, sin desaliento cuando vienen
nuevas lluvias y se llevan por delante lo que tan laboriosamente ha construido.
A pesar
de ello, es evidente que hay una inteligencia ahí, que no tocamos directamente
sino que solo apreciamos por medio de sus consecuencias.
Paradójicamente,
la engañosa ignorancia de las hormigas que construyen el hormiguero produce un
resultado colectivo que armoniza y justifica cada esfuerzo individual
aparentemente ciego. No he
visto ni un hormiguero que pueda considerar feo, ni mejor o peor que otros. Son lo que son: nidos de hormigas
que cumplen su función natural y nada más.
Luego
pienso en nuestras ciudades humanas, diseñadas entre prestigiosos políticos,
financieros, arquitectos, urbanistas, constructores y promotores –cada uno con su
inteligencia, sus títulos y cualificaciones, sus planes miopes o visionarios,
sus razones y excusas– y el resultado final a menudo es un caos cacofónico y
venenoso.
¿Por
qué el resultado colectivo es superior a la suma de las partes en un caso
y tan inferior en otro?
¿Qué es
lo que tienen las hormigas que nosotros no tenemos?
¿Acaso
lo tuvimos en algún momento y lo perdimos?
¿Es
posible recuperarlo?
Todas
estas preguntas me vienen a la mente tras mirar unos simples hormigueros.
Pensándolo
bien, quizá estas flores de tierra no sean tan estériles después de todo si
son capaces de provocar una reflexión que nos ponga en la senda de recuperar
nuestra propia naturaleza, el camino de vuelta a casa –una casa sin lujos ni
pretensiones, pero suficiente para albergar nuestra humanidad recobrada.
lunes, 17 de octubre de 2011
Apolo se apaga
Apolo, el doberman que acogimos hace dos años y medio, se está apagando lentamente por efecto de la misma leishmaniosis que se llevó a Dunkel hace unas semanas apenas. Esta tarde temblaba visiblemente, sin que haya empezado a hacer frío aún.
Hace poco me he dado cuenta de que en casi todo lo que me rodea aquí acepto bastante bien la impermanencia, pero en el caso de Apolo aún siento la punzada del apego.
Enfermo y todo, Apolo sigue manteniendo el mismo porte aristocrático que entre nosotros le ha valido el apodo de “el Príncipe”. Y es que es un animal noble, de aspecto imponente pero naturaleza amable –excepto en la protección de su espacio cuando está tumbado, situación en la que no admite la cercanía de otros perros, a los que advierte con gruñidos y ladridos feroces.
Recuerdo el día que llegó a Can Catarí junto con Lluna. Nos vimos, lo saludé, le hablé con voz tranquila para darle la bienvenida y le hice unas caricias. Pasadas las presentaciones, en un momento me puse de cuclillas a su derecha mientras estaba sentado y le rodeé con el brazo; entonces giró la cabeza inesperadamente y me pegó un lametón en la mejilla. Desde entonces, no me ha vuelto a lamer ni una sola vez, pero nunca en todo este tiempo he tenido la más mínima duda de su lealtad, sellada con ese único gesto.
Recuerdo nuestro primer paseo por la urbanización. Después de llevarlo sujeto con correa por el asfalto, lo solté cuando llegamos al camino del bosque que lleva a Can Catarí Vell. Enseguida salió corriendo, liberando toda su energía contenida, y me entró la duda de si habría hecho bien al dejarlo suelto. Pero a los quince o veinte metros se paró y miró atrás para comprobar que estaba ahí y esperarme. Ya no nos separamos.
Desde entonces hemos dado un sinfín de paseos en los que le he visto corriendo con los ojos brillantes, la boca abierta y la lengua colgando entre los dientes, casi diría que sonriendo: la viva imagen de una felicidad natural que los humanos pocas veces alcanzamos.
Recuerdo también una pelea con Nantú, en la que, después de que fracasara el recurso del manguerazo, me interpuse para separarlos y él dejó de pelear al instante aunque el sharpei le seguía atenazando la cola con sus poderosas fauces. Cuando pude desengancharlo, Apolo se dejó llevar mansamente a la masía, sangrando por la cola.
Pero tampoco era siempre un santo; como todo buen cánido, era un depredador oportunista, lo mismo haciéndose el distraído para dejarse caer hacia la pila del compost que aprovechando una ausencia momentánea para saquear la cocina y robar manzanas, dejando un olor tan fuerte que llenaba todo el cuarto de estar, lo que nos puso sobre la pista hasta darnos cuenta de que había devorado unas seis o siete en cuestión de minutos.
Por todo eso, nunca he podido dejar de sonreír internamente cuando la gente oía que teníamos un doberman y sin haber visto nunca a Apolo me preguntaba: “¡Hala, un doberman! Pero ¿no te dan miedo? Si dicen que se vuelven locos y hasta atacan a sus dueños”.
Presiento que Apolo pronto se reintegrará en la masa total y no diferenciada de energía que entendemos como vacía y en cambio permanente, a partir de la cual la mente fabrica sus ilusiones –en este caso, la ilusión de que una vez existió un doberman llamado Apolo, un humano llamado Jueshan y una separación entre la fuerza vital que los animaba a uno y otro.
Buen viaje, Apolo.
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lunes, 26 de septiembre de 2011
Adiós, Dunkel
Había recibido la noticia a través de una entrada en el blog de Shanjiàn, pero por algún motivo no quise hablar del asunto hasta despedirme en persona de ella.
Así que, cuando llegué aquí el viernes, bajé un momento al lugar donde está enterrada, al lado del almendro, junto a Lluna, y me senté a meditar un rato. Ahora, después de un retiro que ha ocupado el fin de semana, me pongo a recordarla.
Dunkel siempre fue distinta: la más curiosa al principio, luego se volvió reservada al manifestarse los signos de la leishmaniosis, que probablemente había contraído ya en el delta del Ebro. Pero no había ni rastro de resignación; la suya era una aceptación serena de su estado, llena de dignidad.
Mi última interacción con ella ocurrió de noche. Ella solía dormir en el piso de arriba, tumbada en el sofá del descansillo, al otro lado de la cortina de mi habitación. En duermevela, me pareció oír sus pasos repiqueteando sobre las baldosas –con esas uñas largas y curvas que tenía– camino del cuarto contiguo. Pensé que la puerta de la terraza estaría abierta y que podría salir sin problemas.
Pero no. Me di cuenta cuando noté su morro húmedo y frío en mi brazo –un leve toque, nada más. Luego, se fue a la puerta de la terraza de mi habitación y la rascó una vez, quedándose plantada ahí, esperando. No hacía falta más: el mensaje era nítido.
Por supuesto que me levanté para abrirle y dejar que saliera a hacer sus necesidades. Pero lo que más me impresionó fue la economía de gestos y la elegancia con que se condujo, estando como estaba en una fase muy avanzada ya de su enfermedad.
Dunkel actuó como una auténtica maestra budista, en línea con la anécdota del antiguo maestro Chan que se disponía a dar enseñanzas a sus discípulos cuando de repente una golondrina entró volando en la sala y acto seguido salió por donde había venido. El maestro exclamó: “¡Qué maravillosa lección sobre el Dharma! ¿Qué más se podría añadir?”, dicho lo cual bajó del estrado y se marchó, dando la enseñanza por concluida.
Dunkel también ha dado su enseñanza por concluida; para ella no fue un problema. Entonces, ¿cuál es el problema?
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martes, 13 de septiembre de 2011
Se siente como CR9
¿Hay alguna duda de quién sale ganando en este siniestro espectáculo público?
http://www.elpais.com/articulo/sociedad/siento/Cristiano/Ronaldo/elpepusoc/20110913elpepusoc_2/Tes
Él (su identidad) se siente como Cristiano Ronaldo.
Él se siente como Dios.
Probablemente incluso sea capaz de ir a la iglesia y conmoverse ante el crucifijo que muestra a Jesucristo lanceado en el costado por un intrépido y noble soldado romano.
Y el toro... ¿qué siente?
Yo solo siento ganas de vomitar.
http://www.elpais.com/articulo/sociedad/siento/Cristiano/Ronaldo/elpepusoc/20110913elpepusoc_2/Tes
Él (su identidad) se siente como Cristiano Ronaldo.
Él se siente como Dios.
Probablemente incluso sea capaz de ir a la iglesia y conmoverse ante el crucifijo que muestra a Jesucristo lanceado en el costado por un intrépido y noble soldado romano.
Y el toro... ¿qué siente?
Yo solo siento ganas de vomitar.
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sábado, 3 de septiembre de 2011
Los otros superhéroes
Cada vez que paseo por mi antiguo barrio me los vuelvo a encontrar, plantados ahí como si nada: olmos y plátanos que brotan con gran empuje desde la tierra y a menudo levantan con sus raíces los adoquines de la acera.
Cuanto más pasa el tiempo, más crecen y más destrozan. Son como un terremoto que ocurre a pequeña escala y en cámara lenta. Hacen que pasear sea un poco más incómodo, pero admito que me da bastante alegría verlos tan sanos e insumisos. Dan esperanza en que la naturaleza triunfa al fin de cuentas.
Los estropicios que crean en las calles me recuerdan a las transformaciones de los superhéroes de cómic –sobre todo a Hulk, aquí más conocido como “la Masa”, vestido con ropas normales que reventaba y dejaba hechas jirones en cuanto se transformaba en un titán de fuerza bruta descomunal.
De hecho, me pregunto si el impulso primigenio que despliegan estos árboles no fue lo que sirvió de inspiración en su día a los dibujantes, porque comunican en silencio el mismo sentido de potencia interior que primero cuartea y luego hace saltar en pedazos la camisa de fuerza que la constriñe.
Ellos no tienen a nadie que cante sus hazañas, aunque también se enfrentan a diario a los atropellos de una sociedad injusta. Pero no importa: ellos viven en unidad con toda la vida y no piden nada más. De ahí nace su enorme fortaleza.
La próxima vez que vayas por la acera y te tropieces en uno de los baches que provocan las raíces de los árboles, párate y pregunta quién tiene la “culpa”: ¿el árbol que solo sigue su propia naturaleza allí donde lo han plantado o el ayuntamiento, que se empeña en laminar su crecimiento natural con un mísero alcorque y un montón de adoquines, bordillos, alquitrán y cemento?
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lunes, 6 de junio de 2011
Nada mejor que hacer
La mata de salvia lleva unas semanas en flor delante de la masía. Cada tallo alza unas flores moradas hacia el cielo, como si esperara visita.
Y la visita no tarda en llegar, y vuelve una y otra vez, como si se sintiera naturalmente bienvenida: docenas de abejas revolotean sobre la mata y pululan de flor en flor día tras día.
Una vez ahí, se toman todo el tiempo del mundo para realizar su tarea. Literalmente, no tienen nada mejor que hacer, y eso se nota.
Viendo el ballet aéreo de estas abejas, me doy cuenta de que no hay colisiones ni conflictos entre ellas... igualito que nuestro tráfico rodado y su esquivo arte del aparcamiento urbano.
Al mirarlas con un poco más de atención, me doy cuenta de que ninguna sigue un orden regular o sistemático: aterrizan en una flor, entran en ella y recolectan el polen o vuelven a ponerse en marcha, pero muy a menudo saltándose las flores más cercanas. ¿Será que son capaces de detectar sin posarse en ellas cuáles están vacías y cuáles no? Yo desde luego no puedo. Sin embargo, también veo que ni una flor se queda sin visitar y cosechar.
Vistas una a una, las abejas parecen algo caóticas, pero en conjunto juraría que hacen un trabajo impecable... tan impecable como la salvia y todas las demás plantas y animales que viven libres en la naturaleza.
¿Por qué somos nosotros los únicos “pecables”?
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