Estoy en la ciudad, en casa de mi madre, y abro las ventanas para que se ventile la habitación. Poco a poco, traídas por la brisa de primavera, van entrando algunas semillas (o sámaras) de los olmos que jalonan las aceras y se depositan en el suelo.
Me acuerdo entonces de Can Catarí y las nubes de polen, tan densas que parecían humo, que salían entre los pinos al soplar el aire.
Es primavera y las plantas han retomado su ciclo reproductivo, con independencia del destino de sus semillas, ya sea la tierra húmeda del pinar en la cordillera o la barrera infranqueable de asfalto, adoquines y cemento que los humanos extendemos como una alfombra allá donde nos asentamos y que interrumpe el ciclo vital de los olmos.
Todo este baile de semillas que flotan por los aires me hace sentirme extrañamente unido con la vida, y a la vez aleccionado por estos seres sintientes hermanos que no necesitan ningún premio o recompensa para seguir haciendo lo que les es propio y natural, sin alborozarse cuando hay frutos aparentemente buenos ni derrumbarse cuando no los hay.
Ellos tienen una especie de ecuanimidad y tesón naturales. Nosotros tenemos que ganárnoslo, pero, eso sí, trabajando con desapego hacia el fruto de nuestras acciones, igual que los pinos, los olmos, y tantos y tantos seres vivos que a veces parece como si estuvieran aquí para ser nuestros mejores y más fieles maestros.